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Desde sus inicios la Iglesia ha ejercido la potestad de la justicia penal. Textos del Nuevo Testamento, así como la tradición, avalan dicha facultad. No obstante ello, los actos de la Iglesia se rigen por el principio de la salus animarum (salvación de las almas).
Consecuentemente, ante la presencia de un delito, la autoridad eclesiástica debe velar por la enmienda del delincuente, como también procurar la salud espiritual de las víctimas y de toda la comunidad cristiana.
Toda justicia reconoce tres finalidades de la pena impuesta a quien delinque: el propósito vindicativo o retributivo, mediante el cual el delincuente comparte, al menos parcialmente,la pena que a su delito ha impuesto la sociedad; el propósito preventivo general, con el que la sanción busca prevenir la comisión de nuevos delitos, actuando como advertencia social y el propósito preventivo especial, mediante el cual la prevención se realiza a través de la enmienda del delincuente.
Coherentemente, el Código de Derecho Canónico (CIC) aconseja a los obispos para que agoten los medios pastorales antes de imponer una sanción que permita “reparar el escándalo, restablecer la justicia y conseguir la enmienda del reo“. (CIC 1341).
Es evidente la finalidad reparadora del Derecho Canónico, tanto para el reo como para la sociedad y las víctimas. Ello queda manifiesto en el resultado esperado de la justicia canónica, donde reconoce que: “Se considera que ha cesado en su contumacia el reo que se haya arrepentido verdaderamente del delito, y además haya reparado convenientemente los daños y el escándalo o, al menos, haya prometido seriamente hacerlo.”(CIC 1347 § 2).
Así, el Derecho Canónico no sólo cautela el bien común de la comunidad, sino que aboga por la regeneración del reo, imponiéndole penas medicinales que favorecen la salvación de su alma.
El padre Karadima, acusado de la comisión de graves delitos de pederastia, fue investigado por la justicia penal ordinaria, delitos considerados verosímiles, pero no sancionados por haber prescrito jurídicamente.
Los mismos hechos fueron investigados por la justicia canónica, sin el beneficio de la prescripción, determinando que, “el reverendo Fernando Karadima Fariña es declarado culpable de los delitos declarados en precedencia y en modo particular del delito de abuso de menor en contra de más víctimas; del delito contra el sexto precepto del decálogo cometido con violencia y de abuso del ministerio a norma del canon 1389 del Código de Derecho Canónico” (delito referido al abuso de la potestad eclesiástica).Dicha sentencia vaticana data del 16 de enero de 2011.
Consecuente con ello, se le impuso como pena el “retiro a una vida de oración y penitencia” en un convento de la ciudad de Santiago. Y como pena expiatoria se le prohibió perpetuamente el ejercicio público del ministerio sacerdotal, específicamenteadministrar el sacramento de la confesión y practicar la dirección espiritual.
Cinco años después de haber sido declarado culpable por el Vaticano y de haber sido sancionado canónicamente por el Arzobispo de Santiago, es necesario y oportuno evaluar los efectos medicinales de la pena impuesta.
Es evidente que el retiro a una vida de oración y penitencia, así como las restricciones al ejercicio del ministerio sacerdotal, no han producido los efectos deseados por el Derecho Canónico, como son: “reparar el escándalo, restablecer la justicia y conseguir la enmienda del reo”. Tampoco se observa que el reo haya “cesado en su contumacia”, ya que no se manifiesta “arrepentido verdaderamente del delito”y por consiguiente, no ha “reparado convenientemente los daños y el escándalo”.
Prueba de lo anterior, es la pertinaz negación de los hechos por parte del victimario, lo que ha reiterado sistemáticamente ante la justicia ordinaria, con motivo del juicio civil que sus víctimas han interpuesto contra el Arzobispado de Santiago.
Existiendo constancia jurídica de los delitos,tanto en la justicia civil como en la canónica, la negación de los delitos configura un nuevo escenario, donde el sacerdote persiste en atormentar a sus víctimas, dejando evidencia de la contumacia de su actuación y de la impunidad práctica de los delitos cometidos.
Ninguno de los actos de Fernando Karadima, posteriores a la implementación de las penas canónicas, lo ha inducido a reconocer la gravedad de sus delitos, a manifestar sincero y doloroso arrepentimiento, como a pedir humildemente perdón a sus víctimas y a la sociedad, con lo cual la Iglesia no ha reperado lo que en justicia corresponde.
Contrariamente a lo esperado, la imagen sacerdotal del padre Karadima se mantiene intacta en no pocos círculos eclesiales, donde todavía goza de una soterrada fama de santidad e inocencia.
El poder de Fernando Karadima es evidente y sigue intacto. Consecuentemente, la eficacia del Derecho Canónico queda manifiestamente menoscabada. Asimismo, la impunidad delictual del padre Karadima ha comprometido seriamente a la alta jerarquía de la Iglesia, cuya inoperancia, en materia de justicia penal, ha quedado expuesta públicamente.
Entonces es justo preguntarse, ¿dónde radica la responsabilidad de dicha inoperancia? ¿en la justicia canónica, en la jerarquía o en ambas instancias?
Todo indica que la incapacidad de la Iglesia para hacer justicia verdadera en el caso Karadima no radica en el Derecho Canónico, sino en la liviandad de las sanciones impuestas en el arzobispado de Santiago, vale decir en la alta jerarquía.En efecto, la nimiedad de las penas impuestas son irrisorias al compararse con la gravedad de los delitos juzgados.
El mismo Código de Derecho Canónico contempla que ante tan graves delitos,“el clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera. (CIC 1395 § 2).
Es sabido que la defensa canónica del padre Karadima, organizada en la Pontificia Universidad Católica de Buenos Aires, en coordinación como su férreo círculo de protección, consiguieron defender al victimario de la pérdida del estado clerical. Ésa fue la gran victoria de Karadima, similar a la obtenida por el mayor pederasta de la Iglesia, el sacerdote legionario de Cristo, el padre Marcial Masiel.
Quienes impusieron irrisorias penas al padre Karadima, optaron por salvar la dignidad sacerdotal de Karadima, hipotecando de paso la imagen y el bien común de la Iglesia, como es su credibilidad ante la sociedad chilena, situación provocada por la impunidad de graves delitos.
Al comienzo de un nuevo año del calendario gregoriano, es oportuno y pertinente plantearse una revisión de las penas canónicas al padre Fernando Karadima Fariña, considerando que la Iglesia tiene una deuda de justicia con las víctimas, con el Pueblo de Dios y con la sociedad chilena.