El 4 de agosto pasado aquellos que éramos más jóvenes antes del 90, no pudimos dejar de sentirnos recorridos por un escalofrío: ¿es que el pinochetismo esta de vuelta en La Moneda y las fuerzas policiales?
¿O, es que no se ha terminado de ir?
Si uno se atiene a los así llamados medios de “comunicación” (aunque a estas alturas habría que llamarlos, de sistemática desinformación), especialmente la televisión abierta -pero también el duopolio-, lo único que pasa es que hay revoltosos, jóvenes, destructivos o subversivos, que atacan la sacrosanta propiedad privada y, a veces pública, obligando a reaccionar a pacíficos carabineros que, cuasi desarmados, tienen que dejar su gran lucha contra la delincuencia para salvaguardar esas propiedades (sí, porque ya sabemos, en este sistema económico-social la propiedad está por sobre la vida misma pues…lo demás es música).
Todo ello en coincidencia con las declaraciones desde el gobierno, que vuelve a repetir algunos consabidos dichos de ya vieja data: que los comunistas; que los convocantes no controlan a los infiltrados, etc.
Una sordera y ceguera sin límites. Los llamados noticiarios y muchos informativos radiales ha tiempo se han convertido en búsqueda de lo espectacular: lo único que se ve es fuego, piedras, gente corriendo, encapuchados, carabineros por aquí y allá.
Muchos periodistas relatan las movilizaciones tal como si fueran un partido de fútbol.
Mostrados sesgadamente, como no.
¿Por qué no investigan quiénes son los encapuchados y quiénes los envían?
¿Por qué aparecen misteriosamente al final de las marchas y no son detenidos?
¿Por qué la fuerza pública tiene que reprimir también los caceroleos?
Ha tiempo que sabemos que los meros hechos o imágenes hablan o dicen según también como se muestren y organicen.
Y recordé la época de Pinochet.
En ese tiempo -como está sucediendo ahora-, vivíamos en dos países: uno, el de las noticias oficiales y la voz del gobierno, en que nada pasaba, todo era exageración del marxismo y el comunismo internacional, la DINA era una pacifica institución bienhechora, y hoy vamos bien, mañana mejor.
Y si pasaba algo, bueno que importa, eran siempre unos pocos agitadores, unos cuantos miles no más, que merecían el trato recibido por ser revoltosos y no acatar el buen orden.
Todo cuestión de número pues.
Sin embargo al mismo tiempo, si los números hablan que no los respalda más que el 26 % del país, ah no pues, esos son otros números y no valen.
Si un 80% de los consultados se opone al lucro, ah esos no son números validos ni mayoritarios. Una parte del país quería vivir en una burbuja, no mirar ni ver. Por comodidad, complicidad con lo que se hacía, miedo también.
Al mismo tiempo, en el otro país, la realidad era la cesantía, los bajos salarios, los despidos injustificados, la persecución ideológica, política, el exilio, las torturas, el desaparecimiento, la delación, la imposibilidad de juntarse en las calles más de dos personas, estado de sitio, de emergencia, de excepción, etc.
Pero, cuidado, muchos de los que sufrieron en carne propia pasar a llevar su dignidad y derechos fueron, para la verdad oficial, solo “presuntos”.
A esta sensación de deja vu contribuye sin duda también la presencia de cuatro conspicuos (¿ex?) pinochetistas en el gabinete de Piñera (y después se habla de renovación y nuevos líderes). En fin.
Somos testigos de este desencuentro cada vez más amplio entre una verdad oficial (repetitiva, motejadora y replicada por muchos medios, sin argumentos) y las demandas, necesidades y sueños de la ciudadanía, que no se siente ya representada.
Tanto la represión abierta como la escondida (amedrentamientos, escuchas telefónicas, rumores amenazantes), no conforman ningún buen presagio de lo que trama un poder sordo y auto referido y pasan a llevar reglas mínimas de funcionamiento de una democracia.
Tampoco las palabras que descalifican a todos los descontentos como gente inútil, floja, subversiva y tan solo un puñado. Sabemos adonde condujeron en el pasado este tipo de caricaturas y simplificaciones falsas.
Los ciudadanos en el día de hoy, tienen solamente el apoyo mutuo entre sí (cada vez más masivo), la indignación y la esperanza que van generando y construyendo –pacíficamente-, como palancas impulsoras de su accionar en pos de una democracia real, republicana e igualitaria.
En este camino, ya no está, y la verdad se echa de menos, la interlocución con una figura como la del Cardenal R. Silva Henríquez; o la compañía y acogida de instituciones como la misma Vicaría de la Solidaridad.
Con todo, el país mayoritario, que no está en la televisión ni en el poder, tiene hoy otros medios afortunadamente para ir elaborando su experiencia y la contraverdad de lo que está sucediendo y emergiendo en el día a día.
Los conflictos de distinto orden son parte constitutiva de la vida en sociedad; son algo normal, que no es necesario ni correcto criminalizar.
No se solucionan mediante la fuerza, la represión indiscriminada o la manipulación desde los medios.
¿Será necesario volverlo a recordar?