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El gobierno prometió más de la cuenta y hoy paga las consecuencias. Es extraño que, en el aspecto puramente financiero, los economistas que participaron en la elaboración del programa de la Presidenta Bachelet hayan calculado tan mal el costo de las promesas.
O se olvidaron de lo que habían estudiado, o se dejaron intimidar por el discurso refundacional, u optaron por decirle sí a la candidata para no arriesgar los nombramientos futuros. Hoy estamos viendo el resultado de hacer promesas que no se podían ni se podrán cumplir. El ejemplo mayor es la gratuidad imposible en la educación superior.
A comienzos de 2013, antes de que partiera formalmente la campaña, Bachelet afirmó que lo justo era que los padres que disponían de suficientes medios económicos financiaran los estudios superiores de sus hijos, e hizo referencia al caso de su hija Sofía Henríquez, estudiante de Sicología en la Universidad Diego Portales, cuyos estudios ella pagaba. Sin embargo, luego modificó su punto de vista e hizo suyo el planteamiento de la gratuidad universal, que era la bandera de la Confech. En rigor, ello implicaba que el Estado pagara la educación superior de quienes no lo necesitaban. O sea, un subsidio para ricos.
En el cambio de criterio de Bachelet influyó la teorización hecha por la economista Claudia Sanhueza, académica de la UDP, que sostenía que, mediante una fuerte carga tributaria, como la de Noruega o Finlandia, era posible financiar la educación superior de todos los estudiantes. Y puesto que la reforma tributaria tenía como objetivo principal recaudar recursos para la “reforma estructural de la educación”, se podía garantizar la gratuidad.
En una columna publicada el año pasado, Sanhueza sostuvo: “De hecho, la idea política que está detrás del principio universalista es: de cada uno de acuerdo a sus posibilidades, a cada uno de acuerdo a sus necesidades. Esto quiere decir, provisión para todos (necesidad) financiada con impuestos progresivos (posibilidad)” (La Tercera, 02/10/ 2014).
Ni más ni menos que el principio del socialismo, que proclamó Karl Marx en su obra “Crítica del Programa de Gotha”, publicada póstumamente en 1891. Cada uno aporta lo que puede y recibe lo que necesita. En la fase superior, la sociedad comunista, Marx afirmaba que regiría el principio “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
La cuestión es cómo se traduce el principio universalista en derechos garantizados por el Estado en todos los ámbitos relativos al bienestar de las personas (alimentación, salud, vivienda, educación, etc.), y por supuesto en un país concreto, Chile, no en un país metafísico. En definitiva, cómo se hace para que esa fórmula de escritorio funcione en la práctica. Y sin olvidar la historia de los proyectos igualitaristas que, finalmente, terminaron socializando la pobreza.
Es de sentido común que el Estado debe atender ciertas necesidades antes que otras, lo cual implica establecer prioridades de gasto social, o sea focalizar el uso de los recursos públicos, que nunca son suficientes para atender todos los requerimientos y que dependen de que la economía crezca. Como sabemos, la focalización fue decisiva para reducir la pobreza y lograr que surgiera una nueva clase media en nuestro país.
Pero Sanhueza no está de acuerdo con el gasto público focalizado. Su punto de vista ya era transparente en un artículo publicado en 2013 junto al abogado Fernando Atria, que se titulaba “Focalización: un atentado a la igualdad”. Tal cual.
Allí decían ambos: “A pesar del “relativo consenso” de los expertos y la “sabiduría popular”, la tesis que sostiene que un gasto social orientado por el principio de focalización es más redistributivo que uno orientado por el principio universalista es falsa, y los argumentos que se han ofrecido para sostenerla ahora son seriamente deficitarios. El problema con el análisis de impacto distributivo estático es que no considera el impacto dinámico de la focalización. Una consecuencia obvia del principio de focalización es que los pobres recibirán la educación o protección de la salud que el Estado pueda financiar mientras los ricos recibirán lo que cada uno pueda comprar. Esto implica la existencia de un sistema público o públicamente financiado para pobres y un sistema privadamente financiado para ricos, segregando ambos sistemas. Una vez que los sistemas están segregados, es inevitable que los servicios para pobres serán peores que los servicios para ricos” (La Tercera, 27/08/2013).
En suma, para Sanhueza y Atria lo progresista era poner fin a la focalización y establecer la doctrina del universalismo. ¡Es increíble que los ministros de Hacienda de los últimos 25 años no se hayan dado cuenta de que ese era el camino hacia la tierra feliz!
Con todo, el programa presidencial de Bachelet optó por focalizar los recursos en el 70% de los estudiantes de educación superior más vulnerables durante este gobierno, y crear condiciones para llegar al 100% dos años después (o sea, cuando haya otro gobierno).
Este año, la Presidenta rebajó el objetivo de la gratuidad a 60% y lo acotó a las instituciones del Consejo de Rectores y las privadas que cumplieran con los requisitos fijados por el Mineduc (fundaciones sin fines de lucro, acreditación por 4 años, gobierno universitario “participativo”, aceptación de los aranceles que fije el ministerio, aumento de solo 2,7% de la matrícula en 2016, etc.)
Hoy, el objetivo es cubrir el 50%, y muchos dudan de que incluso esa cifra se cumpla siquiera en las universidades estatales, lo que puede significar un fuerte déficit para varias de ellas. Y estamos hablando solo de los aranceles, y no de todos los otros rubros del gasto universitario, por ejemplo los recursos asignados a la investigación.
La situación de hoy es un gran desbarajuste, que ha dejado al descubierto, por ejemplo, que los alumnos vulnerables serán discriminados según la institución en que se matricularon antes de que existieran las nuevas normas. La gratuidad no será universal, sino discriminatoria. Y todo esto fijado en las pocas líneas de una glosa de la ley de presupuesto de 2016, no en una ley especial que sea discutida a fondo en el Congreso.
Aunque la ministra Delpiano hace su mejor esfuerzo por explicar los cambios de posición, la tarea excede sus fuerzas. No hay fondos suficientes para financiar las incoherencias, improvisaciones y faltas de criterio que se establecieron en el Mineduc antes de que ella llegara, cuando era ministro Nicolás Eyzaguirre.
Si el propósito era favorecer a los estudiantes de las familias vulnerables, ¿por qué el Mineduc no concentró desde el principio sus esfuerzos y recursos en mejorar y extender el sistema de becas que ya estaba en funcionamiento? Y la respuesta que han dado los cerebros del Mineduc es que el gobierno propicia un “cambio de paradigma”, que rechaza el subsidio a la demanda.
¿Y por qué tiene que ser así? Pues porque eso es lo progresista. Según los cálculos, solo unos 90 mil estudiantes de los institutos profesionales y los centros de formación técnica, es decir los más vulnerables, podrán acceder a la gratuidad en 2016, mientras que más de medio millón quedará fuera de ella.
¿Qué viene ahora? Una enconada disputa por la distribución de los fondos del próximo año contemplados en la famosa glosa presupuestaria, en la que prevalecerán los intereses corporativos de las universidades del Consejo de Rectores, más específicamente de las estatales, y se perderá de vista el objetivo de apoyar a los estudiantes que más requieren ayuda.
Primarán las relaciones de poder, y sobre todo la cercanía de algunos rectores con el actual gobierno. Es posible que sobrevenga una larga confrontación acerca de la constitucionalidad y legalidad de las exigencias que quiere imponer el Mineduc a las universidades privadas, antiguas y nuevas, que no están dispuestas a perder su autonomía. Y es posible también que algunas casas de estudio, como la Universidad Alberto Hurtado, tengan muchas dificultades para sobrevivir.
Hay quienes creen que todo esto obedece a un calculado plan del actual gobierno para estatizar la educación. De ser cierto, sería una estatización hecha por planificadores infinitamente torpes. No ha habido propiamente un plan, sino más bien un intento tosco y desarticulado de acrecentar el peso del Estado en la educación ¡sin que el Estado tenga siquiera capacidad para administrar bien lo que hoy tiene en sus manos!
En el fondo, mareo refundacional con poca ropa. Lo que hemos visto ha sido precario, confuso y con escaso sustento, vale decir un parto de los montes. Pero el ratón que surgió de ese parto está causando grandes descalabros.
Chile podría hacer las cosas mejor, mucho mejor. Pero para eso, las políticas públicas deben concebirse con sentido nacional, y no tratar de sintonizar con las consignas de la calle, ni de imponer esquemas voluntaristas que chocan con la realidad. Se trata no solo de introducir mayores elementos de justicia en el acceso a la educación superior, sino de elevar la calidad de la educación en todos los niveles.
Sería lamentable que, por efecto de políticas mal diseñadas, se acentuara la segmentación educacional y que incluso retrocedieran las mejores universidades. El país seguirá teniendo provisión mixta de educación, y hay que asegurar que los recursos del Estado vayan hacia todas las instituciones que entreguen un aporte de calidad al país y apoyen a todos los estudiantes meritorios que lo necesitan. Es indispensable que el Congreso discuta una estrategia de desarrollo de la educación superior que merezca el nombre de tal.