“La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas”.(Oliverio Girondo)
“La calle no es un lugar para vivir”, dice la conductora del programa 21 días de TVN, hace algunas semanas, cerrando con sentido de la autoridad una apuesta televisiva que busca experienciar la vida de otros con una cámara sobre el hombro.
“No es un lugar para vivir”, y la vida en situación de calle que ha conocido, o las muchas que ha tenido oportunidad de apreciar, se esfuman como inexistentes, incorpóreas, falsas sombras proyectadas en la pared del fondo de una obscurecida caverna sin fuego.
Contra la pared, como los castigados niños de nuestra historia escolar que fuimos, la vida de Domingo, de Eduardo y de Daniel, de Nora, de Manuel y Aracely, o de Alfonso, terminan siendo la reiteración de un cuento que ya conocemos, sin comprender por cierto, cual es el de la carencia y la desprotección, y por oposición, también el de la feliz vida puertas adentro que llevamos quienes, por decirlo con similar pero distinto sentido del eufemismo, estamos en situación de casa.
Sin análisis relativo, sin siquiera levantar una u otra de sus muchas capas componentes, esa misma oposición deja fuera de ecuación el hecho de que son las calles, las mismas que se denuestan por peligrosas y terribles, las únicas que abrieron sus puertas cuando las otras, las felices como diría un viejo poeta del sur, se fueron cerrando.Y afuera, en consecuencia, a los muchos hombres, mujeres y niños que en ellas viven y hacia allá siguen llegando.
Segunda expulsión, o tercera, cuarta y cuántas más, sus testimonios, página que se aplasta contra el artificio del siguiente comercial, otra vez pierden la textura de la propia voz y actoría, y otra vez se reducen a problema, problema social, habitacional, de empleo o seguridad, como casi no se dice y se dice.
A cambio, la promesa de la inclusión o la también esquiva e ilusoria de la atención, se esfuma en el juicio sabido y repetido, ahora hecho post de televisión y artículo de consumo.
O de entretenimiento, como en Bélgica, donde un certamen de belleza eligió, en 2009, a Thérese Van Melle como miss vagabunda so pretexto de “intentar sensibilizar a la gente sobre las causas y consecuencias de la vida en la calle”, o en Alemania, dos años antes, cuando los creadores de un videojuego on line titulado mendigogame adujeran lo propio, haciendo furor y mucho dinero por supuesto.
¿Y Nora mientras tanto, o Alfonso, ambos distintamente menospreciados por el autoerigido espacio de la protección, léase la casa y los juicios domiciliados con que enfocamos lo que pasa dentro y fuera suyo?
¿O Manuel y Aracely, con todo en las calles apostados buscando alternativas tras sus pérdidas pos terremoto de 2010? ¿Dónde van a dar sus pasos con una afirmación como aquélla?
¿O las palabras de Domingo, explicando como libertad, su decisión de no acudir a las hospederías dado el hecho de que ahí, a diferencia de lo que ocurre afuera, el horario de entrada y salida no le pertenece?
“Lo más difícil de estar en la calle –respecto de la relación con y sin techo dice uno de los no identificados usuarios del albergue que cada invierno se emplaza en el estadio Víctor Jara– es preocuparse de la mirada de los demás, de cómo te miran a ti… por sobre el hombro […] como un mono feo”.
De paso, el lugar desde donde se levanta la mirada y se construye opinión, queda obscurecido por el desprecio con que viene hecha, discriminación mediante, obviándose su incidencia en la valoración de lo que ahí hay o puede haber. Sin casa y sin todo aquello que hace parte suyo, la posibilidad de observarlos en propiedad de sujetos, esto es como personas con posición y proyecto, pasa a mejor vida, o cae a la calle, como suele escucharse, donde solo se puede ser o estar transitoriamente, como transeúnte, en ningún caso ocupándolas privada o íntimamente.
“Me cuesta entender que alguien elija ese lugar”, señala la conductora en relación al sitio ocupado por Alfonso, Víctor y Mary, al costado de una autopista de alta circulación vehicular.“Llegar ahí es un acto suicida”, agrega, marcando como desapego a la vida la búsqueda de un lugar protegido, y a su elección, distinta a la que ella misma podría hacer, como equivocada y no levantada desde el lugar que se ocupa.
Dislocada, que tal determinación no lo esté y sea el resultado de otra lógica, apenas puede vislumbrarse; que la llegada a la calle se pueda entender no solo como caída, esto es que en ella actúe, por difícil que pueda parecer, la búsqueda de aquellas posibilidades que en lo domiciliado ya no hay, también.
Solo caída, o solo sufrimiento o problema de salud, como puede leerse en los resultados del último censo nacional de esta población, no deja mucho margen a su también diverso mundo que, en adelante, queda reducido a una mínima fracción de el, y las personas que lo conforman, a la estrechez del juicio, o prejuicio, que los sitúa hasta como peligrosos. Y ello, en los días que van, sí resulta peligroso.
Y no poco, habría que añadir, a la luz de acciones que privatizan lo público, como las del tristemente célebre programa Rescate Social de la Municipalidad de Santiago, o las de expulsión, que su equivalente de Providencia, Labbé a la cabeza, emprendiera en 2007.
“Acá le puede pasar algo”, advierte a la conductora un carabinero ante el uso de un cajero automático como eventual sitio para pernoctar.
“Acá vienen a dormir indigentes”, explica, no solo cerrando la puerta a la posibilidad de ocuparlos y/o abrirlas a la comprensión, sino a entender su diversidad y que el sufrimiento, como ha dicho García Canclini en reciente viaje a nuestro país, no puede existir sin negociación ni solidaridad, vale decir que en su extremo también hay posición, entiéndase condición de posibilidad, o, más simple, que afuera no es el fin del mundo, como contrariamente podía leerse en un rayado de calle Fernández Albano, en la comuna de San Ramón, hacia mediados de los años noventa.
Frontera integrada, integrarlas al entendimiento emerge como tarea; no hacerlo, como el persistente velo que no deja ver el ancho mundo que ahí también hay.