Recientemente el Instituto Libertad y Desarrollo publicó un estudio que determinó que para el país, el costo anual de enfrentar la delincuencia, es de US$ 4.478 millones.
Asimismo, el informe hace notar que este costo ha aumentado en un 123% en los últimos diez años. Ello, sin considerar los recursos asociados a las secuelas psicológicas, de salud y de ausentismo laboral para las víctimas de delitos, que si se sumaran aumentarían aún más estas cifras.
Estos recursos reflejan principalmente que el país cuenta hoy con más cárceles, más gendarmes, más carabineros, más policías de investigaciones, más fiscales y más guardias privados. Todos, aspectos definidos como necesarios para entregar seguridad a la población.
Paradójicamente, este incremento en los recursos no ha estado asociado con una disminución de la delincuencia. Por el contrario, según la Fundación Paz Ciudadana durante el año 2011 un 38% de las familias chilenas fueron objeto de acciones delictuales, cifra que es un 7% mayor que hace una década (Encuesta de Victimización).
Frente a lo señalado, la pregunta es ¿qué efectos hubiera tenido si los US$ 4.478 millones, se hubieran invertido anualmente en mejorar la equidad social del país?
Por ejemplo, estos recursos alcanzarían para construir anualmente 56.000 viviendas de UF 2.000 para familias de escasos recursos (construyendo “Hogares” como dice el Alcalde Ossandón), o financiar la universidad gratuita a más de 1 millón de estudiantes, o incrementar la subvención escolar a $100.000 mensuales beneficiando a casi 4 millones de niños(as); o mejorar significativamente la infraestructura comunal (en áreas verdes, clubes deportivos, recreación).
Es decir, ¿si durante varios años este tipo de inversiones se hubieran realizado en el país tendríamos menos delincuencia? La respuesta es sí.
En definitiva, es iluso esperar que disminuyan las cifras de delincuencia, si el país mantiene una desigualdad por décadas, que ha afectado a varias generaciones, y cuyas características más evidentes son que el 10% de la población más rica tiene ingresos 46 veces más altos que el del 10% más pobre (MIDEPLAN), o la amplia inequidad que se observa entre comunas, entre barrios, entre viviendas, o las diferencias abismantes de los servicios de salud y educación que se entregan.
Esta situación que últimamente se hace cada vez más inaceptable, genera el riesgo —también cada vez mayor— de que la población perciba, con cierta aceptación, determinadas acciones delictuales, como un mecanismo de distribución del ingreso.
Por ejemplo, los robos a cajeros automáticos, o a los supermercados, o a camiones distribuidores en poblaciones, son cada vez menos sancionados en el imaginario colectivo de los chilenos. Lo cual con el tiempo puede extenderse o escalar otros ámbitos, como ocupaciones o tomas a la “segunda vivienda”, o a parcelas de agrado, etc.
Es decir, las desigualdades sociales no afectan sólo a los grupos con menos recursos, sino a toda la sociedad y con el tiempo pueden socavar la Institucionalidad.
En definitiva, sin corregir la actual inequidad, el país requerirá contar continuamente con más y más recursos para mantener el “orden” y seguir “enfrentando la delincuencia”. Lo cual será continuar tapando el sol con un dedo.