Sello distintivo del Cardenal Silva lo constituyó el haber sembrado con pasión y sin claudicaciones el amor. El amor a Dios, el amor a la patria, el amor a la tierra, el amor a los pobres, el amor a la Iglesia, el amor a los trabajadores, el amor a su congregación, el amor a los campesinos, el amor a la familia, el amor a los jóvenes, y por cierto el amor a los niños.
Don Raúl se urgía ante el sufrimiento del otro, de su prójimo, sin importar ninguna otra consideración que no fuera un ser humano que necesitaba del apoyo de otro hermano.
Del samaritano que se urgió ante el dolor del caído y recogiéndolo con amor, procuró entregar todo lo que estaba de su parte para mitigar su sufrimiento. Don Raúl, con sencillez, valentía, coraje e inteligencia se entregó por entero al otro, al prójimo, a cualquier otro, no importando su alcurnia, su posición de poder en la sociedad, su nombre o su apellido.
Su corazón palpitaba con la vida, con la vida regalada por Dios y en la cual había que comprometerse con ella a través del hermano, en especial y preferentemente por el más pobre, por el más desamparado, acogiéndolo con un amor que le nacía del alma.
Definitivamente el sello distintivo de don Raúl fue siempre el amor. Dentro de su corazón tan generoso, abierto y disponible, siempre había espacio para la palabra sabia encarnada en el amor inmenso de Dios al hombre.
El Cardenal Silva supo amar profundamente a Dios y a través de El al hombre. Allí estaba el meollo de su acción pastoral, allí estaba la caridad de Cristo que lo urgía, allí estaba esa sentencia de Cristo Jesús en la que señalaba que seremos juzgados precisamente por el amor que hemos brindado o negado a nuestros hermanos.
Jesús previene contra la palabra que ofende al hermano, sale en defensa de los niños y de los débiles y advierte con dureza que nadie los escandalice, puesto que “el que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del mar” .(Mateo 18,6)
Jesús conoce a los niños, valora a los niños, ama a los niños y se preocupa seriamente por ellos, en una época en que se privilegiaba la sabiduría de la ancianidad. Las palabras de Jesús no puede dejar a nadie indiferente, son palabras de vida y de amor incondicional al niño: “Quien recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino el que me ha enviado”. (Marcos 9,37)
En un mundo en que cada día somos más los viejos, Jesús nos insta a que volvamos a ser niños, puesto que si nosotros somos capaces de volver a nuestra infancia entonces entraremos al reino de los cielos.
Por cierto que para don Raúl las palabras de Jesús inundaban profundamente su alma y su acción de pastor. Don Raúl también, al igual que Cristo, conocía a los niños, los valoraba, los amaba y se preocupaba por ellos.
Sin embargo fue solo en los últimos años de su vida ardiente y fecunda, en 1983 cuando veía caer una y otra vez las hojas amarillas del otoño en su pequeño jardín de calle Los Pescadores, cuando dedicó mas tiempo a sus niños predilectos, la especie más querida del corazón salesiano.
Antes de esa fecha, siendo Arzobispo de Santiago, en 1977, don Raúl había empezado a construir una Aldea SOS para niños desamparados que necesitaban del amor de madre y padre; y así, impresionado por la obra iniciada en la Europa de posguerra por el doctor Hermann Gmeiner y en Concepción por el padre André Schlosser en 1970, don Raúl logró inaugurar la Aldea de Punta de Tralca en el año 1979, a tres años de cumplir 75 años, fecha en la que debía entregar su renuncia al Papa.
Don Raúl confiesa en sus Memorias “que en esos años ya alejado de las responsabilidades como arzobispo, mi corazón se vio rodeado de alegrías incomparables: la risa de los niños, su honradez sin matices, su vocación de futuro, esa honda encarnación, en la pequeñez, de la grandeza del Señor. Y he podido dedicarme a lo que para mi son tal vez los más niños de entre todos los niños: los niños pobres”.
Don Raúl al recordar en sus Memorias el significado que para el tenía la Aldea de Niños de Punta de Tralca, la cual visitaba prácticamente todos los fines de semana, señaló:“En estos años, la Aldea de niños de Punta de Tralca ha sido mi remanso, el lugar de mi dicha más profunda. Cada fin de semana he vivido con la ilusión de ir a confesar a esos pequeños pillastres que me llaman “tío” y que me llenan el corazón de calor. Los veo correr hacia mí cada viernes, como un tropel –son cien- y cada domingo siento una tibia tristeza cuando se despiden con esas manos inocentes y pobres y cariñosas. Sesenta años se me quitan cada viernes: ochenta y tantos se me vienen encima cada domingo”. “Sé que me quieren con ese afecto público e incondicional de los niños. Yo los quiero de otra manera, quizás sin inocencia, quizás más íntimamente; ellos me recuerdan a cada momento al Señor, a la razón por la cual he vivido y he querido servir”.
El Cardenal Silva volvió a ser niño.
El que vuelve a ser niño es aquel que conservando todo cuanto de meritorio hay en sus pensamientos o en su laboriosa actividad de todos los días, sabe desprenderse de los esquemas excesivamente humanos en donde prima el afán de poder, el egoísmo, la hipocresía laica o eclesial y es capaz de remover su espíritu y abrirse de nuevo a la acción del Dios vivo, a sus palabras de verdad y vida con todo el corazón.
Don Raúl entró al Reino de los Cielos un día como hoy, hace 14 años, porque supo permanecer fiel a su infancia, porque vio en los niños el signo de la presencia de Dios en su vida, porque al igual que los niños supo aceptar con sencillez el mensaje evangélico, porque no titubeó ni renunció a sus convicciones y verdades cristianas, porque nunca se doblegó ante la mentira, porque siempre creyó en el hombre a pesar de tanta mentira, hipocresía y traición y porque al igual que un niño, nunca perdió la capacidad de entusiasmarse en la entrega incesante de su amor a Dios y a los hombres.
Nota de la Edición :Acto de homenaje con motivo del 14 aniversario de su fallecimiento.