Históricamente en nuestro país se ha tenido respeto y reconocimiento por la figura de quien preside la nación.La figura del presidente de la República ha sido siempre considerada por moros y cristianos aun cuando ideológicamente se encuentre en las antípodas de nuestro pensamiento.
Sin embargo, la experiencia reciente parece indicar que la dignidad del cargo sólo se sostiene cuando el individuo que por decisión popular ha sido investido de dicha dignidad, aporta una base sólida no sólo en lo intelectual, sino también en lo moral, lo espiritual y hasta en algo tan sencillo como son las formas.Pocas veces se ha roto esa tradición y en un par de momentos cuando ello aconteció derivó en una tragedia.
Pero hoy vivimos una situación distinta. Tenemos un presidente de la República, Sebastián Piñera, que se ha dedicado con perseverancia a minar la investidura, la prestancia del cargo, la valuación que siempre se había hecho de quienes dirigían a la nación.
“Es un estadista”, o “es el presidente/a” era la forma en que los chilenos evaluábamos al primer servidor de la República.
Respecto de un estadista, dícese –según la RAE- que es la persona con gran saber y experiencia en los asuntos del Estado. Lo paradójico es que aplicando números y estadísticas, a lo cual Piñera es muy aficionado, capaz que él califique para recibir esa denominación, pero lamentablemente día a día trabaja con perseverancia para que hagan mofa de él como persona y como presidente.
En un país caracterizado por cierto sentido de sobriedad y discreción resulta chocante encontrarse con un hombre que desde su cargo de tan alta exposición pública hace gala incontinente de un narcisismo extremo con su excesiva necesidad de reconocimiento y admiración.
En cada gesto, en cada palabra su inmenso “yo” nos subraya que es el más inteligente, el más cristiano, el más enamorado, el más sano, el mejor deportista, el mejor cantante, el más ilustrado, el más divertido y el más ingenioso. Y, ¡hay!,… cuántas vergüenzas, como país, hemos sufrido por esto último.
Falta de respeto a las personas, bromas de pésimo gusto, incontinencia verbal y una precaria cultura general que parece querer disfrazar con un leve barniz, tal vez salido de un rápido “googleo” antes de sus discursos.
Y así, con alegre “autoridad” ha matado a Nicanor Parra, dio vida a Robinson Crusoe, designó al laurel como árbol sagrado del pueblo mapuche y convirtió a Pablo Neruda en curicano… ¿para qué seguir?
El resultado es que a Aguirre Cerda se le recuerda por su tarea en educación, a Frei Montalva por la reforma agraria y a Sebastián,… por las Piñericosas.
Pero todas estas anécdotas -ante las que nosotros, el pueblo, hemos preferido reír por no llorar- parecen nimias ante su constante manía de compararse con el gobierno anterior (y en su extraño mundo, creyendo hacerlo con astucia y elegancia), su nula consideración por las cosas, instituciones y personas y su afán de declarar que representa a la “inmensa mayoría de los chilenos”, aun cuando esa mayoría claramente está en otra.
Se queja el presidente, casi de que le hacen Bullying, pero olvida que quien siembra payasadas, cosecha narices rojas.
Ojalá que en los meses que faltan, alguien de su entorno, alguien que lo quiera, le diga a este emperador que anda sin camisa, que guarde silencio, que calladito se ve más bonito y que en una de esas, si se calla, nos termine gustando un poco,… porque está como ausente.