En nuestra columna anterior (cooperativa.cl) terminábamos citando un diseñador español que sostenía, frente a como van las cosas allá, pero también en otros lugares, que el único derecho humano que al final interesaba proteger, era aquel de hacerse rico, a como de lugar.
En verdad, esta afirmación no está lejos de lo que en la práctica ha sido la nueva cultura o ethos si podemos hablar así, que ha sido promovida desde la contrarrevolución neo-liberal de mediados de los setenta hasta ahora, matices más, matices menos.
Por eso también es que ha resultado tan difícil y tan lento poner sobre la mesa el tema de las desigualdades y su impacto para la vida en común y para la existencia veraz de una política democrática.
Muchos se preguntan: bueno,¿ y ahora recién las elites se percatan de la existencia de este fenómeno?
Claro, no es evidente ni fácil introducir esta temática cunado se ha predicado a los cuatro vientos que el sentido de la existencia personal se reduce a hacerse rico, o también, poderoso o famoso.
Y que, en esa afanosa búsqueda de dinero, fama o poder, ya vista por Hobbes, como objetivos que conducen a la agresión y enfrentamiento de intereses, los medios casi no importan mucho. Lo que importa son –nueva ideología ad portas-, los resultados.
El resultado entonces pasa a ser el nuevo sentido del gobernar y hacer política. Se cree que basta con la eficacia y la eficiencia con los resultados, para que entonces esté legitimado normativamente lo que se va obteniendo.
Por eso, bien se ha dicho que las desigualdades son un problema ético-político en último término. No un problema ni de recursos del país, de riqueza a repartir, ni de pobrezas a asumir.
¿Acaso como país no podríamos proponernos vivir desde otro sentido de las cosas y la propia vida en común?
¿Desde otra forma de asumir nuestra relación con los otros y el medio ambiente, en la cual la austeridad, la sencillez, la fraternidad y no el boato o el aspiracionalismo, fuesen los fines últimos que nos muevan en el día a día?
Pero no, como buenos chilenos, lo mejor es barrer la pelusa debajo la alfombra y luchar por hacerse un lugarcillo en esta tierra a como de lugar, total, que cada cual salga adelante como mejor pueda.
Sin embargo, un filósofo americano, de los más grandes en filosofía política y ética, nos quiso recordar que si la desigualdad no es un producto de la naturaleza de las cosas ni tampoco de aquella de cada individuo, entonces es un producto del orden social, económico y político realmente existente.
En su caso, de la evolución de la democracia liberal capitalista en América del Norte.En nuestro caso, del capitalismo neoliberal globalizado asumido hace años.
La pregunta que tenemos que hacernos sería ¿ cuánta desigualdad estamos dispuestos a tolerar ética y políticamente hablando? No es que vayamos a construir una sociedad sin ninguna desigualdad. Pocas veces se ha propuesto algo así. Ni siquiera el socialismo, ni el comunismo como burdamente se repite en la ignorancia. Lo más probable es que siempre existan desigualdades por diversos motivos.
Lo importante sería, no naturalizarlas y preguntarse, ¿qué niveles de desigualdad estamos dispuestos a admitir en conjunto, como sociedad?Claro hacer estas dos afirmaciones supondría echar abajo algunos de los dogmas más sagrados del neo-liberalismo dominante en el país: unos son más ricos y otros son más pobres porque los individuos son diferentes, tienen talentos diferentes y se esfuerzan diferente.
Además, no hay porqué ocuparse del punto de vista de la sociedad, porque la sociedad no existe (como dijo ya doña Tatcher) y por último, cada cual se salva como pueda, los otros pueden ser un estorbo o derechamente, un infierno, como alguien conocido aseguró una vez.
Por eso es que esta cuestión –como otras por lo demás- no es un asunto ni de recursos, ni de técnicas de gestión, sino primeramente, un tema ético-político, de cómo queremos vivir juntos y bajo qué instituciones. O no, ¿piensa usted?