Los dos paratextos que inauguran “Cartas desde el sanatorio” (La cadera rota, 2014), primera novela de la poeta Úrsula Starke, articulan de manera ejemplar la narración que buscan presentar. El primero es una cita que muestra a la depresión, enfermedad que atraviesa el libro al tiempo que lo sitúa (se desarrolla en un fantasmagórico sanatorio para enfermos mentales), como una forma de la disidencia y el inconformismo. El fragmento cierra con la siguiente sentencia: “La depresión es, entonces, una forma de decir NO a lo que nos dicen que debemos ser”.
El segundo paratexto, esta vez de la propia Starke, es contundente: “No hay una historia que contar. Sólo un estado de ánimo enloquecedor”. Se percibe, en este par de oraciones decisivas, la experiencia en poesía de la autora por su efectivo tratamiento del lenguaje.
Asimismo, desplaza el valor comúnmente asignado a la historia en la narrativa, en una clara sintonía con la producción novelística actual, con sus prerrogativas a la no-historia. Pero también señala que serán impresiones, sentimientos, emociones, antes que una anécdota, lo que comandará el texto que sigue a continuación, elementos tradicionalmente relacionados con la lírica, en una explícita manifestación de crisis genérica.
La misma sintonía con la narrativa contemporánea queda de manifiesto en el gesto de hacer coincidir las señas biográficas de la protagonista con las de la autora, ingresando al terreno de la autoficción. Y lo propio con las pinceladas metaliterarias: la protagonista es escritora (de “poesía y precaria narrativa”) y por ello el libro gira en torno a dicho oficio; el padre de la protagonista es, de igual modo, un escritor (aunque mediocre); ha tenido de amante a un profesor de poesía; al salir del sanatorio, trabaja en una librería.
Esto escenifica una especie de obsesión por la cultura. Así, los nombres de sus amantes resultan claros intertextos con el arte local y global (Otelo, Runrún, Humbert Humbert, Diego Rivera y Antínoo). Esto, sin embargo, le juega en contra y termina juzgando a quienes la rodean por sus capacidades cognitivas, grados de instrucción o relación con el arte y la cultura :“Es fácil querer a la gente que es menos inteligente que uno”; “hemos conversado bastante estos últimos días, no porque ella sea letrada, porque no lo es”; “¿no se da cuenta que tengo un talento que ella jamás tendrá?”
La estructura del libro se escinde en dos partes: adentro y afuera, en alusión al ingreso y salida del internamiento psiquiátrico de la protagonista, siendo, a todas luces, muy superior la primera parte, sobre todo por la coherencia temática del texto. En ambas, polemiza abiertamente con el género epistolar y las escrituras del yo, a medio camino entre las cartas (muchos fragmentos son en segunda persona y comienzan con un “querido” o con el nombre del amante al que se dirige) y el diario de vida, aunque siempre sin esclarecer la fecha de la escritura y, además, inscritas en un no-lugar, como es un hospital para enfermos mentales.
En ese contexto, pasa del registro de habla culto formal, a la manera de una relación epistolar clásica, decimonónica, al culto informal, plagado de coloquialismos, algunos quizás excesivos por el contraste que se produce con el lenguaje rígido y serio de la mayoría de los primeros fragmentos (“me quiere comer con papas”; “las palabras melancolía y belleza son de lo más cursis y valen callampa en cualquier poema”).
Ahora bien, el centro de la novela está claramente definido y, pese a que aborda un tópico literario del que se ha abusado últimamente, es resuelto con inteligencia y buen gusto. Este centro es siempre un juego binario que se desplaza entre las siguientes diadas: arte y locura; amor y enfermedad; psicoanálisis y literatura. El trabajo con estos materiales impresiona como honesto, sin pedanterías, atingente a la obra.
En ese bamboleo constante, notamos que el sanatorio a veces parece real y en otras producto de desvaríos psicóticos o de los fármacos que los corrigen; lo mismo la epidemia de suicidios que asola un espectral Santiago o incluso las tiernas perras que la acompañan en su reclusión.
El cierre de la novela, empero, naufraga en alguna medida, por hundirse, sin ninguna justificación aparente, en una crítica explícita a nuestro modelo de sociedad consumista, saliéndose de los juegos binarios antes mencionados.
Desde luego, ese desenlace empalma con la radicalidad del epígrafe, pero no da cuenta de la tensión que se fue tramando al ritmo de estos pares de conceptos que tanto sentido tienen al interior de un libro. Pese a ello, la novela logra indagar un poco más en las relaciones del arte con la enfermedad, valiéndose de técnicas narrativas a la par vigentes y sofisticadas.