El diccionario de la Real Academia Española de la lengua acepta la palabra iceberg, originaria en su etimología del neerlandés, como un término que significa una gran masa de hielo flotante. En la imaginación de miles de millones de personas surge de inmediato la huella del Titanic y el impresionante impacto de la embarcación y su posterior y dramático hundimiento.
De esa tragedia aprendimos que sobre la superficie del agua, el ojo humano advierte aproximadamente la séptima parte del total de ese bloque congelado, que pueda provocar efectos devastadores a los que se atreven con el o no perciben su fortaleza y desbaratan tristemente sus estructuras en aquellos fríos gigantes que pasan a convertirse en barreras infranqueables.
La nación chilena corre el riesgo de colisionar con su propio iceberg. Se trata del iceberg de la desigualdad. Hace años que vengo insistiendo en esa frontera de alto riesgo. Quienes lo duden pueden revisar mis intervenciones a propósito de la baja electoral de la Concertación en 1997 en las elecciones parlamentarias de ese año, en que sufrimos una merma de casi un millón de votos.
En ese período, hasta antes de la recesión internacional que golpeara duramente el país a fines de los noventa del siglo pasado, la frase reiterada en el empresariado hacia los que insistíamos que el tema de los derechos laborales era una “pata coja” en medio de tanto exitismo, fue que lo mejor era no preocuparse de aquello si el país “iba como un avión”.
En realidad, eran muy pocos los que gozaban de tan rotunda aseveración.
En mi opinión, la inflexibilidad y frialdad empresarial ya influyó, entonces, en que sectores sociales significativos iniciaran su distanciamiento del sistema político. Hay que rescatar de ese período que la administración Frei insistió con un proyecto de reformas laborales que, aprobado en la Cámara de Diputados fue rechazado en el Senado de entonces, marcado por la presencia de los senadores designados y vitalicios refractarios con la derecha a todo cambio en el esquema laboral dejado por la dictadura.
Asimismo, el gobierno generó un aumento sustantivo del salario mínimo que la derecha no ha dejado de cuestionar en los años posteriores, culpando a esa decisión de las dificultades económicas sobrevivientes a la llamada “crisis asiática”.
Superadas las turbulencias económicas, se reiniciaron los buenos índices de crecimiento económico, el país retomó altura y se inflaron nuevamente muchos abdómenes de un insensible exitismo; se volvió a repetir, si vamos “como avión”, para qué tocar o reformar lo que funciona tan espléndidamente bien.
En el intertanto, en medio de una creciente desigualdad, en muchos sectores se coaguló el distanciamiento hacia el sistema político y se extendió un nuevo estado de ánimo, transformado en motivo de múltiples estudios y análisis por diferentes exegetas del devenir social, como es el tema del “desencanto”.
He sostenido y reitero que este fenómeno es la expresión del distanciamiento hacia un sistema político débil, que no consigue revertir el agudo proceso de aumento de la brecha de la desigualdad que agobia a nuestro país.
No es una situación de crisis institucional, pero sí es una señal preocupante del severo riesgo que puede llegar a afectar las propias bases de la estabilidad democrática, en el caso que no se formule y materialice una respuesta de fondo de carácter integral, a sus agudas consecuencias en la convivencia nacional.
Por eso he insistido tanto en el tema de la desigualdad. El estudio realizado por los investigadores de la Biblioteca del Congreso Nacional reafirma que se ha extendido como mancha de aceite en la base económica y social del país, con todas sus múltiples y aberrantes repercusiones.
En esta conducta insolidaria han sido frecuentes comportamientos como el del actual precandidato de la derecha, señor Golborne, que llevó a cabo decisiones que perjudicaban directamente a familias humildes y de clase media, al ejecutar unilateralmente alzas en las comisiones de tarjetas Jumbo Más, del consorcio Cencosud del cual era gerente general.
La explicación que ha entregado no puede ser más insostenible, al señalar que “uno obedece instrucciones”. Esa afirmación es inaceptable y los propios Tribunales de Justicia la han rechazado, en situaciones como el caso La Polar.
Es decir, nadie puede alegar una “obediencia debida”; no se puede desplumar al prójimo porque lo manda el directorio de la empresa. Esa ausencia de estándar ético es la que ha condenado las actuaciones de los personeros pertenecientes al actual gobierno en diversos conflictos de interés.
Me alegro que el liderazgo político más potente con que cuenta el país, el de Michelle Bachelet, haya definido que este tema, enfrentar y reducir la desigualdad, es el pilar sobre el que se levanta su propuesta de gobierno. Los candidatos Orrego y Gómez así también lo asumen. Incluso el ex senador Andrés Allamand hace de este tema una preocupación central.
En consecuencia, nos encontramos ante un posible nuevo centro de convergencia de las políticas públicas de un próximo período. Muchos aceptan hoy lo que ayer no aceptaban.
Hasta el Presidente de la República se atreve a incluir el tema de la desigualdad como tarea mal realizada en sus constantes ataques a la ex Presidenta Michelle Bachelet. No cabe más que añadir quien te vio y quien te ve.
En todo caso, que el propio Piñera señale a la desigualdad como tema país, indica lo pertinente que ha sido el esfuerzo que hemos hecho.
Espero que en noviembre haya cambios en el liderazgo del país, porque sería un contrasentido que los que han levantado sus protagonismos individuales desde la desigualdad, los que son en el fondo la quintaescencia del sistema, no están en condiciones de formular y proyectar un camino estratégico de superación de la misma, para bien del país y bienestar de sus habitantes.