Desde hace unos meses, en particular, desde la cuenta pública del gobierno en mayo pasado, aunque se trata de un punto de vista que tiene ya larga data, escuchamos hablar de que lo que hay que promover es una sociedad “docente”, y no tanto lo que se dio en llamar un Estado “docente”.
Como es de suponer, tras esta afirmación algo simplista se esconde una ideologización sobre la forma de entender y comprender la tarea educativa que una sociedad tiene para consigo misma.
Por eso es bueno recordar que la idea de Estado docente no fue una cuestión de gustos partidarios o particularistas, o el seguimiento de una moda de la época.
Representó una forma de ver la República, en la cual, se consignaba al Estado un rol de mediación imprescindible para hacerse cargo de educar al conjunto de la población, más allá de sus condiciones sociales, económicas o culturales.
¿Qué es lo importante en todo esto? No solo ciertamente, la consagración progresiva de la educación como un derecho (presente en la Declaración Universal de los derechos humanos, el año 48, y después en los pactos de 1966), sino al mismo tiempo, el enfoque, la mirada desde la cual era ensalzada la educación.
El ejercicio compartido y con alcance cada vez más nacional del derecho a la educación, es una tarea propiamente republicanista.
Desde una óptica tal, la condición de formación de sujetos, de su cualidad de ciudadanos reflexivos y críticos, con derechos y deberes, pasa por la accesibilidad, universalidad y excelencia de los servicios educativos a distintos niveles, desde la básica, pasando por la enseñanza media, universitaria, técnica.
Solo una concepción amplia de educación (más allá de competencias y destrezas) y que conecta con un proyecto de sociedad, se aviene con el desarrollo y consolidación de una cultura política pública democrática.
Convertir los ciudadanos nada más que en consumidores y deudores; dejarlos en el analfabetismo de la tele, mantener y profundizar las desigualdades, es funcional a un tipo de democracia de muy baja intensidad, en la cual no hay comunidad política posible y el poder está concentrado en muy pocas manos.
Volvamos entonces al punto en discusión: ¿quién puede garantizar esa accesibilidad universal, esa cualificación, sin distinción de clases sociales, credos religiosos o filosóficos, de ingresos u de otro tipo?
¿Qué instituciones pueden postular a ese rol? Reflexione un momento lector: ¿podrá garantizar ese objetivo el mercado?
¿Podrán garantizarlo los empresarios privados? ¿Los padres de familias dejados a sí mismos? ¿Los municipios por su cuenta?
Por poco que pensemos, de seguro se verá que esas instituciones tienen muy difícil la tarea de garantizar el derecho a la educación como tal derecho para el conjunto de la población, y en igualdad de condiciones.
Por eso, la afirmación estamos a favor de una “sociedad docente” resulta a final de cuentas, vacía e ideológica.
Siempre las comunidades en las que nos movemos son un factor educativo en el crecimiento de los niños y la formación personal: desde la casa, hasta el barrio, y los medios de comunicación. Pero no se trata de eso en la posición neoliberalista.
Se trata de privilegiar el derecho familiar (cuando hay familias) para “elegir” (o no elegir) donde puede colocar a sus hijos, a final de cuentas, en dependencia directa, de sus prejuicios y visiones particularistas y de su capacidad económica de pago.
El supuesto es que la idea de Estado docente implicaría una educación “única” y homogénea. Lo cual es falso, lo sabemos. La misma realización del Estado docente antes del Golpe de Estado del 73, convivió siempre con una importante oferta de educación privada que tenía vocación pública.
Fíjese. ¿Qué sucedería si a muchos padres se les ocurriese decir, no necesitamos educación, no enviaremos nuestros niños a colegios, escuelas, liceos o universidades? Total, como somos libres para elegir (Friedman dixit), lo que queramos, podríamos no querer educación para nuestros hijos.
¿Cuál sería la reacción de las instituciones del país? Por eso la afirmación “estamos a favor de una sociedad docente”, como dicen los gobiernistas, o es algo banal y trivial (toda sociedad bajo distintas modalidades se auto educa a sí misma en el día a día, para bien o para mal) o, un mero enunciado ideológico, orientado a impedir una formación republicanista y universal, la existencia de un pueblo más culto, más crítico, más ciudadano.
Un pueblo y sociedad mas informado, más culto, más crítico –se ha dicho-, es un pueblo mas libre. Y, podemos colegir, que a nuestras elites económicas y de poder no les interesa un pueblo así.
Prefieren más bien una masa consumista, permanentemente distraída por los dictados de las últimas modas, del último reality o del último mall. Hay que retomar la senda histórica del Estado docente interrumpida desde 1973. Sin embargo, no es tarea fácil.
Porque no solo se trata de actualizar la idea de un Estado docente sino, además, recuperar el ideario de una sociedad decente. No puede haber Estado docente en medio de instituciones no decentes, en lo económico, social o cultural.
¿Puede ser considerada decente una sociedad en que una minoría de sus miembros percibe 19 millones de pesos al mes, mientras se sostiene imposible legislar para ir a un salario de 250 mil pesos para la gran mayoría?
¿Puede ser decente una sociedad en la cual los deseos de un hombre rico se imponen sobre la voluntad de una comuna y su ordenamiento urbano, sólo porque su prometeísmo lo lleva a querer levantar el edificio “más alto” de Sudamérica?
¿Puede ser decente una sociedad en la cual aún una parte importante de sus miembros, incluso algunos en el actual gobierno, insisten en justificar las violaciones a derechos humanos, las torturas, privaciones de libertad y desaparecimientos de chilenos y latinoamericanos, bajo el sambenito de que hay que ver el “contexto” en el cual se dieron esos tratos crueles, inhumanos y degradantes?
¿Puede considerarse a sí misma como decente una sociedad en la cual sus instituciones políticas y económicas no representan el sentir y querer del conjunto de sus miembros, y no es capaz de garantizar el derecho a una salud integral y pensiones adecuadas para todos sus hijos, de manera independiente a sus ingresos y posición social?
En fin, para qué seguir. Al respecto quizá sea bueno traer a colación algunas palabras de Pedro Aguirre Cerda cuando manifestaba que “para que la enseñanza pueda cumplir su misión social con toda amplitud es necesario que sea gratuita, laica, única, obligatoria. Gratuita, a fin de que todos los niños puedan beneficiarse de la cultura, sin otras restricciones que las que se deriven de su propia naturaleza; única, en el sentido de que todas las clases chilenas unifiquen su pensamiento y acción dentro de las mismas aulas escolares; obligatoria, pues es deber del Estado dar a todos los miembros de la sociedad el mínimo de preparación requerido por la comunidad para la vida cívica y social; laica, con el fin de garantizar la libertad de conciencia y hacer que nada perturbe el espíritu del niño durante el período formativo”.
Pueden matizarse con la distancia histórica algunas de sus afirmaciones. Pero no puede negarse su espíritu republicanista y democrático: justamente el espíritu ausente en nuestra educación actual, vertebrada por las palabras negocio, lucro, mercado, rendimiento o exitismo. En fin, para meditar.