Se ha levantado gran polvareda, e incluso alharaca, con los sucesos acaecidos en algunas salas del ex Congreso, ocasionados por ciudadanos ligados a distintos movimientos sociales.
Para buena parte de los miembros de las elites de poder, ha sido un cuasi sacrilegio: ¿cómo es posible que instituciones tan sagradas sean cuestionadas o desordenadas de esta manera?
Sólo unas pocas voces han invitado a reflexionar más allá de los sucesos mismos. La verdad de las cosas, llevan razón aquellos para los cuales es bueno y útil considerar y respetar los hitos y ritos institucionales en general, en sus distintos aspectos.
Es decir, resulta, hablando en general, bueno y útil atenerse a ciertas maneras y hábitos, acordes con los espacios de que se trate y uno participe.
Hábitos y conductas que, por lo demás, son también un producto de la propia evolución histórica y los acuerdos que la práctica va generando.
Sin embargo, tampoco hay que caer en el histrionismo exagerado. En este caso, esa intervención desmedida tiene su origen en el contexto de malestar y descontento que se expresa respecto al modelo de economía y sociedad existente hoy en el país, y con las maneras en que las instituciones político-jurídicas (fuerzas policiales incluidas) acogen, procesan y traducen ese malestar.
Las instituciones no están por sobre la sociedad y sus miembros. Tampoco planean más allá de la historia y sus conflictos. En buena medida, en sociedades y economías como la nuestra, esos conflictos están ligados a intereses sectoriales, sea de poder, económicos o de clase y su lucha por aumentar su influencia o control.
Ellos no pueden no reflejarse –con sus más y sus menos-, en la marcha de las instituciones, en particular, cuando lo que se interroga es el mismo fundamento o legitimidad normativa de aquellas.
Al parecer, no basta con que las instituciones funcionen, como se ha dicho. Tampoco que estén meramente ahí.
Si la lógica de su funcionamiento propio se vuelve autoreferente, ciega y sorda a lo que ocurre más allá de sus paredes, entonces pueden perder su norte y finalidad.
Cuando en ellas predominan intereses parciales – de poder, económicos o de otro tipo- dejan de lado su ideario de servicio al interés o bien común, y tienden a agotarse en una formalidad vacía o a volverse autistas.
Un tema importante sale a relucir aquí:
¿Cuál es el criterio, la vara o medida más alta para evaluar la correcta o incorrecta marcha de las instituciones?
¿Un criterio meramente utilitarista o pragmático?
¿De mera conveniencia contingente?
Si las instituciones políticas tienen fallas en su legitimidad de origen (partiendo por la Constitución); si, además, ellas hacen oídos sordos a las demandas ciudadanas, ¿qué puede esperarse?
En relación a esto bien podemos parafrasear una afirmación del pensador americano J.Rawls: si un modelo de desarrollo (y sus instituciones correspondientes) es eficaz y eficiente, pero injusto, debe ser radicalmente reformado o abolido.
Si este último fuera el caso entre nosotros, entonces, siguiendo a A.Margalit esta vez, querría decir que vivimos en una sociedad no decente.
O, dicho de otra manera, en medio de instituciones que actúan de una manera tal, que muchas personas sujetas a su autoridad creen tener suficientes razones para sentirse humilladas… No estaría de más quizá hurgar tras las apariencias en todo esto.