“¿Y ahora quién nos liberará de nuestros liberadores?” (Nicanor Parra)
Alguna vez escribí que hubo una época en que la gente –alguna gente, no toda, claro–, rayaba en las paredes cosas tales como “seamos realistas, pidamos lo imposible”.
Un tiempo en que el horizonte era el límite y como éste, en una muestra de su infinita sabiduría, siempre estaba más allá del alcance de la mano, nos hacía esforzarnos porque no se nos fuera de las manos, esto es de construirla a pulso, entre todos, de manera de estar a la altura de su permanente ensanchamiento geográfico con sueños que si no lográbamos, al menos creíamos merecer.
Una época en que a nadie, o así lo parecía, le ruborizaba que lo señalaran de utópico, soñador o poeta. Un tiempo en que la gente, en muchas partes y en muchos idiomas, sonreía por la palabra futuro, prometedora proyección de otra, la aún más expectante palabra presente.
Esa época, claro, ya no está, y para no parecer nostálgico, o padecer de nostalgía como podría llamarse a esa no tan rara enfermedad que mira al pasado como todo, repetiré que no fue todo lo maravillosa o arcoírica que esper(áb)amos. No entonces y no después.
Sino, cómo podríamos explicarnos, metáfora mediante, que a vuelta de página los libros aplastaran su relieve, las calles se vaciaran de personas, los muros se borraran de colores o las voces se fueran apagando.
O que manifestarse esté camino al vandalismo, su sentido a sinónimo de pasamontaña, y éste a pasaje al infierno, o a la cárcel, que si no es lo mismo es igual, como solía cantarse al son de canciones que también hemos ido olvidando.
O que nuestro país, esa hermosa casa esquina con vista al mar que fuimos, se llenara de carteles de ‘se vende’ o ‘se arrienda’, y sus barrios fueran transformándose en condominios, sus plazas públicas en centros comerciales, y nuestra ciudadanía en capacidad de compra, léase el paso de ser sujetos de derechos políticos a serlo de derechos como comprador, tal como reza o no reza la misión del Sernac, suerte de inocua defensoría de nuestra indefensión consumista o consumida.
Ahora, con el mercado como “la mejor red social”, como alguna vez dijera Tironi –o como el real delimitador del bien y del mal, de otra forma–, o con la educación como “un bien de consumo”, como por su parte dijera la primera magistratura patria no hace tanto, los sueños parecen escribirse con el puño cerrado, no ya porque así se los defienda o exija como antes, sino porque su alcance viene marcado por lo posible, esa limitada extensión acordada entre las cuatro paredes, el piso y el techo de las casas de nuestra clase política y económica, que, curiosidades del lenguaje, cada tanto nos cita a las urnas no sabemos si para ver nacer la democracia o para ayudarla a morir.
“No se puede ir más allá de lo posible”, alguna vez apuntó Enrique Correa a propósito del ancho de la democracia, bien delgada habría que decir, y ahora que la fiesta vuelve a lanzarse, cínica y no cívicamente habría que agregar, la pregunta por su encerrado sentido casi no tiene sentido, no al menos en los definidos resultados de diciembre, terminados, terminales.
Hubo otra época, otros actores y otros anhelos. Un tiempo distinto… aunque tal vez no tanto.
¿O acaso no hubo entonces, como ahora, amables invitaciones a cruzarnos de brazos porque la Historia era de otros y, conforme a ello, otros podían guiarnos hacia su encuentro mejor de cómo nosotros mismos podíamos siquiera pensar?
“La conciencia cotidiana no puede explicarse a sí misma”, al respecto explicaba un prestigiado y todavía muy citado antropólogo norteamericano. ¿No se dijo, pues, y así se ha seguido repitiendo, que a las masas había que conducirlas, a los pobres darles techo y pan, o a las mujeres discriminarlas positivamente?
¿No hubo, por aquí o por allá, apoderados siempre dispuestos a representarnos y ser la voz de los sin voz, la punta de lanza de procesos democratizadores, el foco para su posterior desarrollo? ¿O, en clave educativa, los custodios del aprendizaje y no los acompañantes del mismo?
Pues bien, cantando una vieja canción de Serrat que dice que “una vida sin utopías es como un ensayo general para la muerte”, y aunque la ‘cordura’ mande confesarnos ‘realistas’, me anoto en la fila de los soñadores, aunque no en la de los dormidos, y me resisto a creer que la realidad es una, lo posible esto, y la democracia solo una raya vertical sobre otra horizontal que cada cuatro años se (hace como que se) nos pide.
No vaya a ser cosa que esa sea la estrategia y cada uno de nosotros, en su casa y frente a la pantalla de un nuevo aparato de TV –cada vez más plano, sea por su tecnología led o por su tontería lesa–, terminemos pensando que eso es la democracia: un ejercicio que otros juegan y uno observa, un acto de representación y no de represión, como irónicamente también dijera otro antropólogo, no tan citado como el otro, claro.