El siguiente cuento me lo contaba mi madre desde que yo era muy niña . “Un día muy lejano, un hijo caminaba llorando, con su padre anciano a cuestas, para llevarlo al despeñadero donde tiraban a los viejos. ‘No llores, hijo,’ le susurró el padre, ‘los jóvenes tienen que hacer su vida, y no hay dinero ni lugar, ni tienen tiempo para cuidar a los viejos inútiles. Yo también lloraba cuando fui a tirar a mi padre al precipicio, pero así es la vida.’ El hijo se detuvo. ‘Pues padre, cuando me ponga viejo yo no quiero que mi hijo me tire por el despeñadero.’ Dio la vuelta y se volvieron a casa.”
A pesar de las implicaciones del cuento, como muchas otras hijas, tanto de mi generación como mucho menores que yo, nunca me imaginé que mi actividad principal durante años sería mantener viva a mi madre.
Cuando los padres están todavía activos e independientes, los hijos adultos normalmente piensan en lo que tendrán que manejar en el futuro: trabajo, amor, hijos, mantenerse saludable, divertirse, realizar algún sueño o ambición, mejorar la sociedad.
En ese listado casi nunca aparece algo que es tan inevitable como los impuestos; la necesidad de cuidar a nuestros padres si tenemos la suerte de que lleguen a la ancianidad. Las generaciones anteriores no tenían que pensarlo mucho, ya que en las casas vivían varias generaciones y emparentados, y la esperanza de vida era corta. La situación ha cambiado, ¡y cómo!
La buena noticia que todos conocemos, es que el mejoramiento económico, los conocimientos de higiene, los servicios de salud pública y los avances científicos, médicos y bioquímicos están prolongando la vida.
En el siglo XX, o sea, entre 1900 y 1999, en los países más desarrollados la esperanza de vida al nacer creció 30 años más. En el siglo XXI los centenarios están aumentando en el 5.5% por año, doblándolos cada 10 o 13 años, según el país. La OMS, Organización Mundial de la Salud, proyecta que dentro de unas pocas décadas habrá un millón de centenarios.
La mala noticia es que mientras la tecnología y los cambios sociales progresan a la velocidad de un Boeing 747, los planes para manejar las nuevas situaciones avanza a paso de carreta de bueyes. Y con anteojeras. Incluso a veces da marcha atrás.
Hoy día cantidades de familias viven en departamentos o casas adecuadas para un núcleo de padres e hijos menores de edad; la mayoría de las mujeres trabajan fuera de casa, y hay una mayor movilidad geográfica por razones laborales.
Todo esto complica enormemente mantener a los padres mayores en “el seno de la familia,” como lo fue en el pasado, o en la casa donde han vivido antes de su ancianidad. La modalidad para cuidar a los adultos mayores depende de los recursos, características y reglas de comportamiento de cada país, incluso cada pueblo, y cada familia, así como de la salud física y mental del adulto mayor. Lo que se considera poco son las necesidades de los hijos a cargo de sus padres, lo que no solo afecta a estos si no a toda la familia.
La modalidad ancestral es, si las circunstancias lo requieren, y si los adultos mayores están de acuerdo, la vivienda multigeneracional. Es más factible si un hijo o familiar no trabaja fuera de casa, por decisión o por fuerza. Existen, por desgracia, algunos casos, en distintos países y culturas, en que personas de edad avanzada son maltratados por sus propios familiares. Tal como se da hoy, mantener una vigilancia institucional es prácticamente imposible.
Otra modalidad se presenta en el caso de personas que habían vivido adecuadamente solas pero que ya la edad no se los permite.
Al principio, según he visto, casi todas prefieren quedarse donde estaban y que una hija vaya a cuidarlas. Algunos adultos mayores se aferran irracionalmente a donde han vivido, aunque les quite la salud y apresure su muerte. Otros se aferran a cualquiera persona que les permita quedarse en sus casas, aunque sufran maltratos. Ambas situaciones trastornan la vida de los hijos que los cuidan y por ende de toda la familia.
El caso es que en la presente generación llamada “sandwich,” los hijos, (sobretodo ellas), cualquiera que sea la modalidad, se encuentran con que tienen que balancear el trabajo remunerado fuera de casa, llevar la casa, cuidar a sus hijos o nietos y cuidar a sus padres. Es una tarea imposible que casi siempre termina afectando su salud, sus nervios y su estatus laboral (y por ende sus finanzas). Todo lo cual perturba el bienestar de toda la familia y por ende de la sociedad.
Las residencias de tercera edad horrorizan a muchos, en parte porque los asilos de antaño eran casi siempre pavorosos. Hoy día hay de todo. Es en esta modalidad donde las instituciones estatales sobretodo, y también las privadas, deben incrementar su apoyo.
Mi caso personal no es típico, ya que tengo la suerte de no ser pobre (aunque lo he sido), y la mala suerte de tener una familia repartida por el mundo, pero todos los seres humanos tenemos que afrontar problemas, unos más serios que otros.
Mi madre, con dos hijas en dos continentes distintos, a los sesenta y tantos años decidió establecerse en un tercer continente, en el país donde pasó su juventud. Al principio “lo pasaba bomba,” pero por los 80 años ya las cosas se le hacían muy difíciles.
Vivía sola y aislada, en las afueras de la ciudad, sin servicio médico cerca.Rehusaba terminantemente irse a vivir con una de sus hijas. Ellas la visitaban, pero se quejaba sin cesar de “abandono.” Insistía que sus hijas tenían la obligación de mudarse a su departamento, medio año cada una, abandonando los países donde viven, sus familias, sus trabajos, sus casas, sus amigos y todo. Además ofrecía solamente la estrecha habitación y el bañito de servicio, el resto del amplio departamento debía quedar exactamente como siempre.
Empezó a enfermarse a menudo. Cualquier tentativa de proponer que se mudara, o incluso que le contratáramos una asistenta provocaba una gran crisis. Solo aceptaba la misma señora que iba dos horas, tres veces por semana a hacerle la limpieza. Yo vivía con la maleta hecha, el pasaporte en el bolsillo y el corazón angustiado. Cada vez que sonaba el teléfono me daba saltos. Sus frecuentes enfermedades requerían un viaje trasatlántico y dejar todo para cuidarla, en hospitales y en su casa. Esto podía durar un par de semanas como cuatro meses cada vez.
Por fin logramos que aceptara a alguien puertas adentro. Viviendo las hijas tan lejos todos los arreglos resultaban malos o desastrosos. No faltaban las personas que venían a aprovecharse, y su salud seguía empeorando. La desahuciaron dos veces. El último médico al que la llevé antes de encontrar la solución, la envió de inmediato al hospital por estar desnutrida, anémica y deshidratada.
También yo empecé a enfermarme y a sufrir serios trastornos físicos, tanto que a menudo le decía a mi familia que me iba a morir antes que mi madre. Un día se rompió una cadera, y esa fue su salvación.
Para su rehabilitación pos-operatoria la instalé en una residencial altamente recomendada por personas expertas en la materia, en un barrio central y verde. Al principio hubo que vigilarla constantemente, porque incluso antes de su recuperación ya intentaba volver a su departamento con la complicidad de personas aprovechadoras.Hasta tuve que cambiar las chapas de la puerta de su casa y cuidar que no las cambiaran otra vez. Por supuesto que estaba más que furiosa conmigo, no quiero ni contarlo.
En dicha residencial la rehabilitaron, dejó la silla de ruedas, empezó a sentirse, a verse y a actuar años más joven (si se puede usar ese término en esas edades). Allí come bien, hace gimnasia diaria, sale al jardín, tienen fiestas, conciertos, películas, etc. Unos años después, no ha tenido ninguna de las enfermedades que la asaltaban. La visitamos a menudo, no para cuidarla en hospitales o en la cama, sino para conversar y salir a pasear, dos cosas que le encantan. No quiere volver a su departamento por nada. Y yo, por fin, he recuperado mi salud. Este año cumple 100 inviernos. Conserva su sentido del humor (entre nos, no lo repitan, todavía cuenta chistes verdes).
No todas las familias tienen la suerte de tener acceso a una buena residencial, pero todas tienen derecho a recibir apoyo ya sea en esa o en otras modalidades.
Sabiendo cuánto se ha prolongado la esperanza de vida, y cuánto ha cambiado la sociedad, las familias y las instituciones del Estado y privadas deben hacer lo necesario para mejorar notablemente no solo el apoyo a los adultos mayores si no también a los familiares que los cuidan.