“Y así hemos visto como esto ha llegado a tal nivel de saturación, de impotencia, que han terminado con actos como hemos visto ayer, que han buscado resarcirse por sus propias manos. No es el camino, pero tampoco, obviamente, se les puede castigar”.
Estas han sido las palabras del alcalde de Santiago Pablo Zalaquett, para referirse a un vecino que, desde un edificio, disparó un balín de acero a un manifestante durante una jornada de protesta.
Las personas nos abanderizamos y perdemos objetividad, juzgamos desde lo que conocemos y tenemos en el corazón. A todos nos pasa. Quisiera establecer una comparación con otros hechos de violencia que han obtenido la condena transversal de la clase política chilena: la violencia política de algunas facciones del movimiento mapuche.
Trate de hacer el ejercicio de leer como si fuera primera vez que le contaran la historia, para poder sopesar proporciones y sacar usted mismo sus propias conclusiones.
Un Pueblo invadido militarmente por los abuelos de nuestros abuelos: exterminio genocida, violaciones de mujeres, incendios de viviendas y ocupación por la fuerza. No fue hace mucho tiempo. Todavía uno puede estremecerse escuchando viejos traspasando a sus nietos estas historias que sufrieron sus propios abuelos.
Pasaron cuatro generaciones completas en que los empobrecidos mapuche, luchando contra la miseria más absoluta y la depresión colectiva, clamaron majaderamente a la justicia wingka por resarcimiento legal, antes de saturarse de impotencia.
La violencia estatal volvió a aparecer en la dictadura, cuando se revirtió el proceso de reforma agraria con cerca de 100 detenidos desaparecidos del movimiento mapuche, incendios en las viviendas de los que ocupaban los fundos, un centro de tortura en el lago Lleu-lleu y la entrega de las tierras a las actuales forestales Mininco y Arauco. Muchos de los actuales dirigentes fueron niños maltratados por esa violencia.
Con el retorno a la democracia se retoman las movilizaciones, la represión estatal y después de años de movimiento algunas facciones, en 1997 comienzan ataques incendiarios contra el capital de las forestales, nunca contra personas.
A la par de la ley antiterrorista vimos un paso más: las quemas de casas patronales y de veraneo. Por supuesto uno como cristiano, seguidor del que nos mandó poner la otra mejilla, nunca podría avalar o justificar tales situaciones. Los alcaldes y líderes mapuche, que han vivido la misma historia, han tenido palabras para sus hermanos mapuche como las del alcalde de Santiago.
Los asesinatos de Lemún, Catrileo y Mendoza hacen que algunos miembros de comunidades lleguen a plantear que, frente a los contingentes policiales que disparan subametralladoras, tienen derecho a responder.
En un enfrentamiento en una comunidad, precisamente en lo que fue un campo de tortura en dictadura, un fiscal escoltado con fuerzas especiales resulta herido. Cuatro mapuche son condenados a 8 y 13 años de cárcel en un juicio ruin que no logró esclarecer objetivamente su participación.
La condena a los actos violentos del movimiento mapuche ha sido transversal. Nunca un matiz de parte de la clase política wingka. En cambio ahora, frente a un vecino de la Alameda saturado por las marchas en su barrio, consideramos normal que el alcalde se apresure a justificar.
Sólo quise volver a contar esta historia, repetida una y otra vez majaderamente, para que usted pueda comparar maneras de juzgar qué entendemos por “saturación e impotencia” a la hora de justificar o castigar acciones violentas en nuestro país, según cómo nos abanderizamos.
Jesús siempre propuso poner la otra mejilla, pero no desde la comodidad del observador externo sino desde la solidaridad entre los que sufren la violencia.