Las instituciones funcionan, decretó alguna vez el entonces presidente Ricardo Lagos.Resulta divertido verificar los alcances de este notable epíteto, figura literaria que hace de la redundancia algo elegante.
Surgido del albor de nuestra heroica historia, al amparo de quienes forjaron esta esforzada y joven nación, y que pervive como el rojo vino que noblemente encanece en las barricas de nuestras haciendas patronales, el clasismo es una institución que, en pleno siglo XXI, ha perdurado, obstinadamente, en el tiempo.
Enarbolar la “superioridad”, de carácter socioeconómico y cultural para segregar espacios de convivencia, es un hábito que sus entusiastas detentores no se resisten a continuar ejerciendo.
Y pese al minuto complejo que vivimos, en que los chilenos finalmente comprendieron de que pueden decir basta en las calles a tanto abuso patronal y colusiones financieras de toda índole, (sin que sujetos con lentes y bigote salgan de un auto de la CNI), los grupos de poder, los controladores de mesas de dinero y medios de comunicación, más la cohorte de figurines aspiracionales exhibidos en los mismos, pareciera que incrementan sus apuestas en el desprecio gratuito del otro, sólo porque su apellido no es centroeuropeo, su cara no parece la de un querubín sonrosado, su cuenta corriente –si la tiene el pobre cristiano- no parece tener límites, o no egresó, simplemente, del colegio de donde sale la gente “decente y conocida”.
Y es que, para nuestra élite 2.0, el clasismo pareciera estar mutando de ser un mero exabrupto de señora para cortar una discusión incómoda, a convertirse en una útil herramienta para la obtención de mejores y mayores réditos.
Reciente ejemplo tenemos en un programa de ficción disfrazado de realidad, en el que se exhibe impúdicamente la agresión gratuita de un palurdo aventajado económicamente hacia una compañera de encierro de carácter marcadamente popular, y que le esgrime, precisamente, en la cara sus supuestos pergaminos de nacimiento.
A los opinólogos, aclimatados (¿gratamente?) a esta violencia social, el tema les parece tan banal como un vidrio roto por un pelotazo. A los ejecutivos, más rating y auspiciadores que, no nos engañemos, son sus amigos. Curioso caso de sadomasoquismo, agredir con tan inusitada fuerza al público que los premia con la sintonía. Only in Chile…
Otra evidencia es la obsesión de nuestros genios publicitarios por utilizar sólo modelos caucásicos en sus costosos spots, lo que haría a la enorme mayoría de nuestra población una especie de espectro colectivo social para los medios.
En Chile no hay tanto morocho, he oído decir a más de algún cretino. Raro, he visto publicidad colombiana, peruana, argentina que no vacila en incluir a todo tipo de personas en sus ingeniosos comerciales; la variedad de pigmentación difícilmente puede incidir en el alza o baja de las ventas de las grandes empresas.
¿Será que, a ojos del mercado que todo lo ve, todo lo sabe, el chileno mayoritariamente mestizo no tiene onda para usar la polera aquella, el telefonito perno ése, o el auto de lujo aquel?
Peor aún, es que al espectador promedio, arguyen, le gusta la evasión y, por ende, contemplar a gente “linda” que le permita olvidar un rato su realidad… Olvidar su realidad, desrealizarse, no ser, ojalá. No me los muestren, no quiero verlos, huelen a pobreza, diríase, glosando al gran Peter Capusotto.
Y aquí el tema del clasismo empieza a oler peligrosamente a criptonazismo cuando al tema de las lucas se le añade la aleatoriedad del tono de piel. Buen hombre, entiéndalo bien, a usted que le gusta tanto el darwinismo social: No existe evidencia científica alguna de superioridad intelectual de una pigmentación social por sobre otra ¿O me va a decir que los egipcios o los mayas eran rubios?
Adivino tu réplica twittera, buen hombre, no eres nada más que un resentido social, otra arcada verbal para cortar las palabras que no queremos oír.
Aclaro que esta columna no es un acto de discriminación a la inversa, valoro el esfuerzo personal y me gusta que a la gente le vaya bien y prospere.
He compartido con personas exitosas en lo profesional que son dignas de admiración, y que muestran sin ínfulas, auténticos valores, reflejos de una cultura auténtica, ésa que te hace un humanista, un ciudadano del mundo, un demócrata abierto a los otros.
Pero, ciertamente, es desconcertante la pretensión de algunos, varios de ellos posicionados en importantes instancias de decisión (lo que realmente me preocupa), que insisten en adjudicarse una superioridad incluso genética para justificar un sojuzgamiento político, económico y social.
Es hora de replantearse estos determinismos decimonónicos que apestan a naftalina y viven sobrevolados por polillas; en este siglo nuevo todos deberíamos tener las mismas opciones, acceso expedito a la cultura, la misma posibilidad de prosperar, en suma.
La capacidad real de cada uno determinará los éxitos que cada cual se proponga. Como ve, eso no es comunismo, señora, es la justicia social que no dictó Lenin, el diablo, sino que se consagró en la Revolución Burguesa de 1789 y forma parte de los derechos individuales con los que hace tantas gárgaras Libertad y Desarrollo y que, a su vez es razón constitutiva de la fundación del estado moderno.
Como hijo de una clase trabajadora que obtuvo una educación de calidad de parte de ese estado que (todavía) creía en la igualdad de oportunidades, me pregunto ¿será que esto último es el secreto terror que alimenta el fraude retórico de la discriminación por clase?