En Chile la discriminación no es algo nuevo, es parte de toda la historia de nuestro país.
Sin embargo, no deja de causar asombro conocer que hoy en el siglo XXI, exista una especie de “apartheid” en algunos sectores acomodados de la capital, donde se prohíbe que las nanas se bañen en las piscinas o caminen sin uniforme por las veredas de algunos condominios.
También ha sido sorprendente mirar las imágenes de la TV donde una joven madre, residente en uno de esos condominios, se preguntaba “¿Te imaginai acá en el condominio a todas las nanas caminando para afuera, todos los obreros caminando por la calle, y tus hijos ahí en bicicleta?”
Esta situación ha causado asombro en la opinión pública, porque muchos sentían que el país había progresado en términos de tolerancia, exclusión y libertad; en definitiva se pensó que vivíamos en un país progresivamente más moderno. Pero no era así, a pesar de la serie de tratados internacionales sobre el respeto a los derechos humanos que se han suscrito en las últimas décadas.
La modernidad sólo existía en el imaginario de algunas personas, porque lo acontecido en Chicureo no es un hecho puntual, o conductas excéntricas de personas adineradas; en realidad es una manifestación visible de problemas de fondo en la estructura social y convivencia nacional.
Lo sorprendente, es que ha sido el propio Estado uno de los causantes de este problema social.
Una de las políticas públicas que han contribuido a trizar al país y su territorio promoviendo de manera radical la discriminación, fue el Programa de Erradicación de Campamentos, iniciado el año 1977 e implementado con mucha fuerza durante la década del “80, que implicó trasladar cerca de 30.000 familias pobres que habitaban comunas acomodadas para esconderlas en sectores rurales de la Pintana, San Bernardo y Puente Alto, creando verdaderos mega-ghettos de personas en situación de pobreza, sin ningún soporte de servicios (consultorios, escuelas, locomoción, trabajo, etc.) y rompiendo los vínculos y redes comunitarias que tenían en sus comunas de origen.
Se convirtieron así en familias prácticamente abandonadas más allá de la periferia de la ciudad, generando enormes problemas de desintegración social.
En la otra cara de la moneda, en las comunas más acomodadas, las familias adineradas nunca más debieron convivir con familias pobres, sólo mantuvieron relaciones contractuales con algunos de sus miembros (la nana, el jardinero, el maestro), quienes debían viajar enormes distancias desde sectores prácticamente desconocidos para sus empleadores.
En definitiva, los ricos nunca más vieron que los pobres también constituyen familias, que aman mucho a los hijos, y que sus afectos, angustias y preocupaciones son universales y no son diferentes a las de ellos.
En ese escenario las personas que hoy tienen entre 30 o 35 años, que han vivido durante toda su vida en comunas acomodadas, donde hace décadas sólo habitan familias muy similares entre sí, los pobres les generan una enorme desconfianza, que se expresa en episodios casi anecdóticos, como el temor de que sus hijos se bañen en las piscinas o caminen junto a ellos; más aún cuando todos los días la televisión relaciona la delincuencia con la pobreza.
En definitiva, no castiguemos a la Sra. Pérez de Chicureo, su visión es, en gran parte, resultado de un Chile trizado por el efecto de políticas públicas discriminatorias.