¿En que momento se jodió el Perú?, se pregunta Vargas Llosa, en su ya celebre “Conversación en la Catedral”, cuando a través de sus personajes, se inunda de melancolía pensando en la desdicha de su querida tierra peruana; lo mismo dan ganas de pensar cuando se escucha a la vecina de Chicureo, justificando preocupada que sus niños no pueden andar en medio de obreros y nanas.
Es cierto que la vecina en la versión completa muestra justa inquietud por la lluvia en invierno y la distancia que se debe cruzar desde el ingreso al condominio hasta llegar a cada casa. Pero ello no borra el prejuicio discriminatorio.
¿Qué nos pasó? ¿Por qué se producen estos grados tan elevados de clasismo y de menosprecio hacia los demás? Seguro que son muchas las razones:
- Las distancias sociales y económicas que separan a unas familias de otras se ha vuelto un abismo infranqueable.
- Los que tienen mucha plata gastan de manera obscena y sin pudores, ni barreras.
- La alarma ante la inusitada violencia de la delincuencia reaviva la intolerancia discriminatoria sembrada por la dictadura.
- La segregación de las comunas y los barrios ha sembrado la ciudad de ghettos marginales e invivibles para los pobres y de ghettos de “primer nivel” para los ricos.
- Los ataques sexuales contra la infancia.
- La imagen en la pantalla de que unos gozan sin límite y otros se “joden” sin remedio, está sembrando un sordo resentimiento social.
- La percepción de esa “bronca” lleva a que “el quintil” más acomodado se refugie en barrios exclusivos, con cercos y parapetos, luego, se vinculan entre ellos, se divierten y casan entre si, con el inevitable aumento del menosprecio que sienten hacia aquellos que no gozan ni disponen de sus medios de diversión y riqueza.
- El pobre aumenta su rechazo social y el rico acentúa su aislamiento.
Se ha repuesto la descalificación hacia el “gañán” que tenía la oligarquía hace más de un siglo y las rivalidades que sembraban la exclusión social y la segregación de extensos sectores sociales.
Hay que parar esta espiral.
Por el bien de la democracia y el país hay que trabajar por una sociedad inclusiva, tolerante, no segregadora, amistosa e igualitaria.
Obviamente, eso cuesta. Se necesitan recursos fiscales y un nuevo rol del Estado, con la musculatura suficiente para regular y reorientar áreas claves como el desarrollo urbano; pero finalmente, se requiere una reforma tributaria que permita financiar una reforma educacional en serio, profunda, capaz de romper el sórdido circuito de segregación que hoy atrapa a los niños de los hogares más humildes, marcándolos de por vida.
Hay que actuar, también en la cultura nacional, no más “proyectos educativos” excluyentes que, en el fondo, no son más que una pretensión de casta social con delirios de grandeza.
Hay que cambiar de mentalidad, de lo contrario estamos sembrando vientos para cosechar tempestades; la tarea es lograr que la vecina no tenga inquietud alguna por sus hijos, en un clima de tolerancia, cariño y respeto.