Al principio ya existía La Palabra. La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
La palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único que es Dios y que está en el seno de Padre, nos lo ha dado a conocer. (Jn 1,1…)
Fechas que nos conmueven y una de ellas es precisamente Navidad, ya que se activan sentimientos profundos de armonía, justicia y de paz. Celebramos nada menos que el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Dios con nosotros.
La Navidad en las cárceles tiene una dosis adicional de tristeza, soledad y desesperanza.
Todo lo contrario a lo que es la fiesta que celebramos, ya que ella es una propuesta para todos de amor incondicional, un abrazo de consuelo y de perdón y un proyecto de renovación y de júbilo.
San Juan en el prólogo establece que Dios se interesa por cada uno de nosotros. Todo lo que podemos decir de Dios lo ha develado su Hijo Eterno.
Que contrario a la experiencia del mundo de los excluidos, pues cuantas veces escucho, en la cárcel, de su vida miserable, de un abandono desde la más tierna edad, de maltratos, de ausencias de padres, de hambres, de calle…
En ese contexto el hecho de la Navidad, muestra que todavía en muchos, no arraiga en el corazón humano y la vorágine del consumismo nos aleja del misterio fundamental, nos quita la paz, nos altera, nos violenta, nos descentra.
Y aunque todavía recordamos la hazaña maravillosa de los 33 salvados de la mina y la extraordinaria meta desbordada de la Teletón, sin embargo, en el día a día, aún permanecen muchos hermanos nuestros a 600 metros de profundidad y múltiples discapacitados, para los cuales Dios entre nosotros no existe.
Porque Navidad, desde que el Hijo de Dios se hizo hombre y puso su casa entre nosotros nos invita a ser, todos los días, manos extendidas, corazón generoso y voluntad decidida para servir y amar.