Hace una semana la Presidenta Michelle Bachelet ha dado a conocer el proyecto gubernamental de “despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales” que por meses se esperó tras el compromiso contenido en el Programa de Gobierno de la Nueva Mayoría y su anunció en la Primera Cuenta Pública el pasado 21 de mayo.
Pese al gran respaldo ciudadano que diversas encuestas de opinión desde hace años vienen mostrando frente a la legalización del aborto en las tres causales que el proyecto contempla, inmediatamente se alzan voces estridentes oponiéndose a lo que al Parlamento corresponde resolver, pudiendo advertirse lo complejo que resultará el debate cuando quienes se oponen al proyecto no parecen querer debatir sino más bien buscar que su posición continúe prevaleciendo.
Inadecuados e improcedentes anuncios y llamados se han conocido tras la presentación de la propuesta de ley, rayando en el límite de lo que imponen las reglas democráticas en un Estado de Derecho. Esto representa un riesgo no solo para la vigencia de los derechos humanos de las mujeres –gravemente vulnerados según han reiterado numerosos organismos de Naciones Unidas por la criminalización total del aborto que el proyecto busca al menos en tres causales corregir– sino también para la convivencia social misma, basada en el respeto a la legalidad vigente y el rol que corresponde a las distintas instituciones públicas y privadas existentes en una determinada sociedad.
La más alta autoridad de la Universidad Católica fue la primera en advertir que en los establecimientos de salud vinculados a dicha universidad no se cumpliría la ley. Señaló que en dichos recintos no se realizarán los abortos previstos en la ley y que los profesionales de la salud dispuestos a practicarlos no pueden trabajar en ellos.
Pretende el Rector que sus “principios y valores más profundos” les permitirían ubicarse por sobre la legalidad vigente y desentenderse de uno de los pilares del Estado democrático de derecho, la igualdad ante la ley. Expresado simplemente este principio determina que la ley se aplica a todas las personas sin privilegios que permitan a determinados sectores excusarse de ello y, asimismo, obliga a todas las personas más allá incluso de sus preferencias personales o creencias.
En tanto, pretendiendo desconocer la separación del Estado y la iglesia, reconocida por la Constitución Política desde hace casi un siglo, una alta autoridad católica formula un llamado a la movilización social en contra del proyecto gubernamental aun cuando admitió que a los obispos no les corresponde tal función.
Como mínimo el llamado a la movilización ciudadana de una autoridad religiosa aparece grotesco y preocupante pues excede el ámbito propio de la fe. Pero mas grave aun resulta su interferencia en asuntos propiamente civiles, como es el funcionamiento del Congreso Nacional, llamando a los congresistas a votar este proyecto en base a sus creencias religiosas.
El Parlamento es expresión de la soberanía popular y pretender se convierta en un reducto eclesial o que en lugar de observar la Constitución y las leyes se legisle en base a las sagradas escrituras es propio de estados confesionales, que no es el caso de Chile, y está fuera de las reglas democráticas que nos rigen.
De ahí que el requerimiento gubernamental a sostener un debate democrático con “respeto y tolerancia” –como señaló el Vicepresidente de la República– resulte tibio e insuficiente frente a la evidente intolerancia expresada por la jerarquía católica y su principal centro académico.
Es indudable que al Estado corresponde garantizar el respeto a la libertad de conciencia y religión de todas las personas. Pero de todas las personas y no solamente de los católicos y de quienes se oponen al aborto. Hasta ahora la legislación sobre aborto únicamente ha expresado las creencias religiosas y morales de quienes se oponen al aborto y niegan el derecho de autodeterminación de las mujeres – que ciertamente excede las tres hipótesis que el proyecto contiene –y ello no es propio de un Estado Laico en que se respetan los derechos de todas las personas sin discriminación. Por ello es tan importante este proyecto de ley que algunos sectores pretenden impedir y que la ciudadanía mayoritariamente respalda.
A partir de marzo el Parlamento debatirá al respecto y quedará en evidencia que no existe ningún fundamento racional –religiosos y sobrenaturales pueden abundar pero no es en base a ello que debe legislarse– para continuar obligando a las mujeres a llevar a término un embarazo que es riesgoso para ella, es resultado de la violencia sexual o si la criatura es inviable. Conviene llamar a las cosas por su nombre y reconocer que ello es tortura y que por eso debe derogarse de la legislación chilena.
Los y las congresistas han sido elegidos para representar los intereses de la ciudadanía –no del clero- y les corresponde legislar en función del bien común y el respeto a los derechos humanos, tal como indica cualquier Constitución Política incluso una no democrática como la vigente en el país.
Por ello se espera que en el debate que se avecina los y las parlamentarias estén a la altura de lo que sus deberes les imponen y legislen en resguardo de los derechos de las mujeres, pues es la vigencia del sistema democrático lo que está en juego.