Debo reconocerlo, a priori, me cuesta ver a los hijos como un derecho. Esta pulsión o aspiración grabada en nuestro ADN , de la cual depende la supervivencia de la especie, a la cual nos solemos aferrar para que nuestra simiente perdure y venza el paso inexorable del tiempo, es hoy esquiva para miles de compatriotas.
Se calcula que casi 350.000 parejas sufren por no poder concebir un hijo y se exponen a ser catalogados como “infértiles”. Esta realidad, algo escondida y vivida con angustias y bajo una presión social a veces insostenible, de a poco comienza a visibilizarse.En buena hora.
Tampoco creo que los hijos sean un objeto, respecto del cual podemos buscar por todos los medios obtenerlo, como si fueran un premio, un consuelo o una joya.
Pero más allá de eso, y sin duda, no puedo concebir que los hijos sean un privilegio de algunos o una posibilidad restringida por actos de autoridad, y así como me repugna la política de un solo hijo que se aplica en China, me parece que nuestro país no puede seguir aceptando que el acceso a técnicas y terapias de reproducción humana asistida sólo sean accesibles para un porcentaje menor de la población que, ¡oh casualidad!, es el pequeño porcentaje de personas con más recursos o con más capacidad de endeudamiento.
El desarrollo científico asociado a las terapias de reproducción humana asistida ha siempre interpelado nuestra reflexión bioética acerca de si todo lo que se puede hacer desde el punto de vista técnico, es razonable o aceptable desde el punto de vista ético.
Pero junto con estas profundas y complejas discusiones hay otra discusión ético-política que comienza a surgir, dice relación con la posibilidad de poner estas terapias al alcance de todas las parejas que lo requieran y que, con ello, deje de ser un problema de recursos económicos acceder al menos a aquellas técnicas más sencillas, más costo-efectivas y más éticamente aceptables.
¿Quién define todo ello? Obviamente, la sociedad a través de sus legisladores y autoridades legitimadas para ello.
Desde el momento en que la comunidad mundial, a través de la OMS, reconoce a la infertilidad como un problema de salud, la aspiración de tener hijos y no poder concebir deja de ser un simple interés legítimo de cada persona, para transformarse en un problema de la sociedad en su conjunto.
Somos muchos los que hemos enfrentado un lapidario diagnóstico al respecto, y se convierte en un dolor que se vive casi en silencio, con algo de vergüenza y que nos enfrenta a pudores, culpas y frustraciones.
Creo que es apropiado que junto con discutir las necesarias reformas al Sistema de Salud chileno, incorporemos el acceso a técnicas de reproducción humana asistida entre aquellos asuntos de los cuales debemos hacernos cargo, no sólo porque parece sostenible desde el punto de vista económico, sino porque representa una carga financiera y psicológica para miles de chilenos y chilenas, amén de ser inaccesible para cientos de miles.
Tengo claro que esta discusión no puede darse aisladamente, exige también de nuestra sociedad y de nuestros legisladores la madurez y el coraje suficiente para abordar la regulación de las técnicas de reproducción humana asistida, el derecho de los hijos surgidos de la donación de gametos a conocer su origen biológico, las pautas éticas de los equipos de salud, la certificación de especialidades, la acreditación de los centros donde se practiquen, el acceso a las mismas terapias en igualdad de condiciones para parejas del mismo sexo, etc.
Pero esta discusión compleja no puede ser una excusa para no avanzar ni en cobertura ni en regulaciones. Nuestro país y los miles de chilenos y chilenas afectados por eso se merecen más.