Hace cinco años, hablar de crisis de la Iglesia chilena habría sido una exageración. Eran días en que los escándalos del padre Karadima comenzaban a socavar la credibilidad de una institución vastamente respetada. En el presente, la crisis es demasiado evidente.
Los obispos chilenos parecen indiferentes, incluido el Nuncio del Papa en Chile. Pocos se atreven a reconocer públicamente la gravedad de la situación, mientras la Conferencia Episcopal de Chile acusa recibo con un silencio elocuente. Prueba de ello es que, al término de la 110ª Asamblea Plenaria, los obispos renunciaron a ofrecer un mensaje a la ciudadanía -como era tradición- optando por un mensaje de aliento dirigido sólo a las comunidades católicas.
Tomando distancia del mundo, la jerarquía parece volcarse ad intra para contener la fe de quienes aún añoran una cristiandad protegida por las estructuras eclesiales.
Síntoma de esa inseguridad fue la celebración de “La alegría de ser católico”. Un evento realizado a fines de noviembre, que movilizó a cerca de 50 mil personas desfilando por las calles de Santiago, presididas por el cardenal Ezzati. Ver a una feligresía jubilosa, exultante y ajena a los pulsos sociales era la negación misma de una realidad inobjetable.
Tan desconcertante como aquello, fue el establecimiento del premio “Líderes católicos”, reconocimiento con que el cardenal Ezzati ha querido empoderar a algunos personajes de la vida pública chilena para emprender misiones apostólicas específicas, en una sociedad secularizada y plural, donde la Iglesia se resiste a aceptar el juego democrático.
Elocuentes fueron los reconocimientos realizados a dos ex parlamentarias, de quienes el Cardenal espera que jueguen un rol decidido frente a la posibilidad de establecer la Ley que despenaliza el aborto y el impulso de una eventual Ley de matrimonio homosexual.
Dicha premiación coronó la graduación de 500 jóvenes formados para ser futuros líderes católicos.Ello como parte de la Escuela de Líderes que creó el arzobispo de Santiago para contrarrestar el creciente descrédito que enfrenta la Iglesia en la sociedad.
El desfile de católicos por la calles de Santiago, la formación y premiación de líderes católicos al alero del Arzobispado son reveladores de la estrategía apostólica del Cardenal Ezzati, en momentos en que la crisis de la Iglesia chilena arrecia. Visto así, el obispo, más que pastor, parece un caudillo inspirado en antiguas reminiscencias de la cristiandad, alistando a sus contigentes para una nueva cruzada.
El obispo reaviva así los tiempos preconciliares, donde la Acción Católica -constituida por laicos- era formada y guiada por la jerarquía para inducir al laicado a una acción apostólica en el terreno de la contingencia. De esa manera, el laicado católico actuaba en la sociedad como el “brazo largo de la jerarquía”, abarcando el campo sindical, político y legislativo.
Es cierto que los tiempos de la Acción Católica se recuerdan como uno de los momentos de mayor fecundidad apostólica en la Iglesia, siendo en Chile uno de sus mayores exponentes, el querido padre Alberto Hurtado. Sin embargo, dicha acción tenía una debilidad estructural, como era la incapacidad teológioca del laicado para actuar con autonomía en la sociedad. Producto de ello, la actuación laical era mediada por el clero.
Para alcanzar la mayoría de edad laical, tuvo que transcurrir el Concilio Vaticano II. Sólo en 1965 el laicado quedó habilitado teológicamente para actuar en medio de las realidades temporales, no en virtud de mandato alguno del clero, sino porque Dios confía en el laicado el servicio de las realidades temporales. Así, la presencia del laicado cristiano en el mundo ya no es más una concesión graciosa de la jerarquía, sino confianza divina.
Siendo ésta la esencia de la teología laical, es incomprensible que un obispo en pleno siglo XXI recurra a resabios de la cristiandad para movilizar a la Iglesia, tras un objetivo más personal que de interés común. Ello en la práctica parece revelar más confianza en los propósitos personales que en la acción del Espíritu de Dios.
Afortunadamente, Dios parece guiar la historia. Y si Dios permite el descrédito y la desconfianza que la sociedad brinda a una Iglesia de tipo jerárquico-imperial, pareciera como si tampoco estuviera contento con una Iglesia que se obsesiona por la conquista del poder temporal, contradiciendo en esencia al Evangelio.
Ciertos pastores parecen no comprender todavía el lenguaje del mundo, que a ratos grita un mensaje elocuente.
Recientemente se ha conocido una encuesta de opinión que dice que sólo el 18% de los chilenos confía en los sacerdotes católicos, observándose una disminución importante de la confianza en los últimos cinco años.
Paralelamente, el 31% de los chilenos concede mucha influencia o poder a los sacerdotes católicos, variable que en los últimos cinco años muestra un estrepitoso deterioro.Consecuentemente, entre los principales actores sociales, el sacerdocio es el que ha perdido más confianza y más poder en los últimos cinco años en la sociedad chilena.
Esto que para algunos puede ser un hecho preocupante, evangélicamente es una buena noticia, porque una Iglesia que se ha descentrado en la búsqueda y concentración del poder, podría comenzar a reencontrar el camino de retorno a sus orígenes. Ello depende de la docilidad de los obispos a los signos de los tiempos.