“El mundo está cambiando y cambiará más… (Los Iracundos, años 70)
La elección del cardenal Bergoglio como Papa no fue casual, como no fue casual la renuncia que presentara el Papa Benedicto a su pontificado.
Desde la muerte de Pablo VI, al interior de la Iglesia se venía produciendo una fuerte lucha entre los conservadores y los sectores más cercanos a lo resuelto por el Concilio Vaticano II.
El 16 de octubre de 1978 llegó Juan Pablo II al sillón de San Pedro, con esto se afianzó el control de la Iglesia por parte de los conservadores. Lenta y disimuladamente fueron quedando atrás los itinerarios religioso-doctrinarios marcados por el Concilio de Juan XXIII.
El nuevo pontífice fue nombrando nuevos obispos para todos los pueblos de la tierra que se identificaban con esa ruta para la Iglesia.
Desde hacía unos años en América del Sur se había iniciado un movimiento interno que se llamaba Teología de la Liberación, encabezada por el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez Merino.
El 25 de noviembre de 1981, Juan Pablo II nombró a su amigo y consejero Joseph Ratzinger prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el que se inició un enfrentamiento frontal con esta teología. Cuando Ratzinger fue elegido sucesor de Juan Pablo II, ya esa línea teológica había perdido la fuerza que había tenido en los años 60 y 70. La mayor parte de los teólogos habían sido obligados a dejar el sacerdocio y muchos abandonaron la Iglesia.
Pero las pugnas entre conservadores y el resto del clero conciliar continuaban.
Benedicto XVI era un Papa extremadamente autoritario, enemigo declarado de los cambios, por eso incapaz de realizar las grandes reformas que necesita la Iglesia católica. Pero al revés de Juan Pablo II que parecía un gran táctico, el alemán parece un gran estratega. Él vio que como resultado de esta lucha de poder entre los conservadores y el clero -llamémoslo conciliar-, se podía venir un quiebre en la Iglesia más profundo y grave que el que produjo Lutero.
No sé si fue una estrategia. Algunos dirán que el Espíritu Santo lo iluminó. Su renuncia al papado estaba encaminada a evitar ese quiebre, o al menos que no sucediera en su pontificado. Se manifiesta en su decisión, que tomó medidas para que el elegido fuera Francisco.
Esto, porque si pensó en el posible quiebre de la Iglesia, tenía muy presente el de la Reforma y sabía que en esta oportunidad si existía ese quiebre, sus derrotados enemigos de la Teología de la Liberación resurgirían en plenitud.
Entonces como hoy, los círculos conservadores del Catolicismo, veían ese quiebre como un hecho teológico, que puede avistarse empleando el peso de la Curia y las medidas que ella puede aplicar. Pero el Papa alemán no pensaba igual y recordó que en Trento –el Concilio convocado por Paulo III para defenderse de la Reforma luterana- fuertes sectores de la Iglesia encabezados por los dominicos manifestaron sus posiciones conservadoras.
Frente a ellos, San Ignacio de Loyola consiguió que los teólogos de la Compañía – Diego Laínez, Salmerón y Bobadilla – fueran nombrados “Delegados Pontificios” como identidad de opiniones en la Política del Vaticano. Los jesuitas eran los únicos que claramente apoyaban al papado.
Loyola y sus hombres lo apoyaban no para que permaneciera igual sino para ubicarlo en las vanguardias de una revolución religiosa de proyecciones universales. Los jesuitas en el Concilio hicieron presente la doctrina del Libre Albedrío y la soberanía popular –sin la que nosotros hoy no entenderíamos la vida humana- que se enfrentaba diametralmente al dogma de la Predestinación y la Gracia que esgrimían los conservadores. Los jesuitas Laínez –que después fue el tercer General de SJ- Salmerón y Bobadilla hicieron presente que la Iglesia debía dotarse de una teología que llegara a todos realizando los anhelos de la sociedad.
El debate entre jesuitas y dominicos casi llegó a las manos.
Fue finalmente Paulo V en 1607 que puso fin al debate, cuando decidió que dominicos y jesuitas podían defender libremente sus doctrinas y que había prohibición absoluta para considerarlas herejía. Norma que reguló todo hasta hoy, en que el Papa es jesuita y el iniciador de la Teología de Liberación, el peruano Gutiérrez es fraile dominico.
Todo eso debe haber tenido presente Benedicto cuando decidió renunciar y todo eso debió tener presente cuando pensó que un Papa jesuita de la línea conservadora de la Compañía –línea minoritaria- podría ser el Papa que cambie el andar de la Iglesia para beneficio de todos.
Francisco es un Papa fundamentalmente jesuita y por ello es bueno traer aquí lo que Ignacio de Loyola dice en la regla 15a: “No debemos hablar mucho de la predestinación por vía de costumbre; mas si en alguna manera y algunas veces se hablare, así hable que el pueblo menudo no venga en error alguno, como a veces suele diciendo: si tengo que ser salvo o condenado, ya está determinado, y por mi bien hacer o mal no puede ser ya otra cosa; y con esto entorpeciendo se descuidan en las obras que conducen a la salud y provecho espiritual de sus ánimas.”
Esta regla Ignaciana nos dice claramente que hay que atender y cuidar que el pueblo menudo advierta que sus obras son las que producen “salud y provecho” para su salvación.
Francisco está empeñado en aplicar las reglas ignacianas, las que aplicó toda su vida en la práctica de su sacerdocio.
Su última gira ha sido una demostración de ello, incluso mencionándolas como lo hizo en Cuba, en la reunión con obispos, religiosas y religiosos. Sus discursos en USA, especialmente en el Capitolio, son rotundamente demostrativos que está llamando al libre albedrío de sus oyentes para tomar el camino correcto entre el bien y el mal.
El historiador británico Arnold Toynbee, sugiere de los jesuitas de Trento, “Estos superhombres, realizaron una tarea en el mundo occidental la cual aún opera y la cual no ha dado aún los ricos frutos que de ella pueden esperarse “.
Francisco parece ser el que está encaminado a que esos ricos frutos se produzcan al interior de la Iglesia.
La Iglesia está cambiando y… cambiará más.