De las tres formas de organización del Estado que distingue Aristóteles, a saber, monarquía, aristocracia y democracia, es esta última su preferida. La caracteriza por una sana titularidad del poder entre todos los miembros de la sociedad, en donde el ejercicio del mismo por los representantes responde directamente a la voluntad de los representados.
Aristóteles, no obstante, prevenía acerca de que todo sistema político es susceptible de corrupción en caso de que quienes lo ejerzan no busquen fines nobles. Para la democracia, expresó, la antítesis propia es la demagogia, y para que una democracia torne en demagogia únicamente se requieren dos requisitos: falta de virtud moral de los gobernantes y una consecuente vulneración a la confianza primigeniaque fue depositada en ellos por parte de los gobernados.
La crisis de la representación actual que aqueja no sólo a nuestro país, sino que al resto del orbe, tiene como fuente precisamente una profunda y soterrada crisis de confianza.
En un mundo globalizado, en el que las tecnologías de la información han hecho posible una híper-comunicación, las personas se han vuelto cada vez más conscientes de la desgracia ajena y ello, muy lejos de humanizarlas, las ha volcado hacia sí mismas, potenciando un individualismo fundado en el temor que ha despersonalizado las relaciones cotidianas. Ya nadie es de fiar y menos lo son nuestros políticos.
Pues claro, muchos de ellos dan razones para desconfiar. La elevada exposición pública inherente a su labor entrega un veredicto objetivo y transparente; quienes obran mal tienen en la sociedad una vitrina ávida por sindicar responsables. El problema es que, de un tiempo a esta parte, todo se ha teñido de escándalo.
Ciertamente, un cambio es imperativo y el Papa Francisco no se cansa de repetirlo: “es deber del cristiano involucrarse en la política”, “la política es una de las formas más altas de caridad”.
El católico que desee cambiar el mundo –como debiera– debe saber que la única forma de hacerlo es consiguiendo que Cristo reine en la sociedad y en cada una de las estructuras temporales; previo a lo cuál debe permitir que Él reine primero en su corazón.
Por lo anterior, un católico que decide servir en política debe tener como único objetivo el dar testimonio de Cristo a través de su liderazgo. Debe constituirse en instrumento para que el Espíritu Santo encamine el destino del pueblo y lo proteja, para que más personas se conviertan y para que se construya un país santo sobre el cimiento de innumerables vocaciones individuales a la santidad.
En efecto, tal como María Reina, que contribuyó a la salvación del mundo con su humilde Fiat, los políticos católicos tienen el deber de entregar el suyo a través de la política misma.
Esta es la única forma de transformarla: reconstruir, desde los cimientos de una demagogia funesta, las estructuras sociales de una democracia santa. Estamos llamados a entender el gobierno de otra forma y a recuperar el amor trascendente para la política.
No hay mejor político que un político mártir, que es capaz de dar la vida por quienes sirve y que comprende que el camino escogido para ganarse el pan es tan útil como cualquier otro para recorrer una senda que lo lleve al cielo.Debemos verla como un camino de santidad y aceptar alegres el martirio como herramienta próspera desde el cuál encontrar justicia y convertir corazones.
Y para todo lo anterior, debemos estar a la altura del desafío. Urgen políticos de sólida conciencia y de intachable fibra moral, que den un combate recio por el prójimo doliente, respetando con una oposición sincera a quienes les intenten doblegar. Chile debe ser la cuna de estos jóvenes irreverentes y renovados, que se atrevan a poner en entredicho los anti-modelos que nos lega una cultura de la muerte encarnizada en la sociedad.
Los chilenos necesitan volver asoñar con ideales trascendentes y ver cómo sus dirigentes lideran por medio de su testimonio la vanguardia de esta revolución cristiana por mejores leyes y nuevas formas de gobernar.
“La cosecha es abundante y los operarios pocos, envía Señor operarios a tus mies” (Mt, 37-38).