Aunque rectificó sus dichos, las declaraciones del subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy, ante la Comisión de Seguridad Ciudadana de la Cámara de Diputados asegurando que el 30% de los asistentes a las marchas eran delincuentes, no sólo son preocupantes por el inexacto porcentaje enunciado (como lo reconocería más tarde), son una forma de criminalizar la protesta social, provienen de una autoridad de gobierno y, peor aún, de un militante de un partido de izquierda.
El orden público ha sido un tópico especialmente relevado por gobiernos de centro derecha, que enfrentan la delincuencia potenciando el populismo penal (como si las penas carcelarias resolvieran un problema de alta complejidad con raíces sociales y de exclusión), cuestionan las garantías de los imputados y acusan a los jueces de no aplicar suficiente mano dura, incluso obviando la independencia de los poderes del Estado, en este caso el Judicial.
Del mismo modo, están dispuestos a limitar el derecho a manifestación para asegurar la tranquilidad y no dudan en invocar la Ley de Seguridad Interior del Estado contra quienes osan obstaculizar el libre desplazamiento en las calles o realizan huelgas reivindicando el cumplimiento de sus derechos laborales. Impulsan leyes que buscan fortalecer las facultades policiales a costa de restringir las libertades individuales, instalando la sospecha y la desconfianza contra los propios ciudadanos.
Sin embargo, palabras como las de Aleuy dan argumentos para creer que la seguridad ciudadana entendida de manera restrictiva no parece ser patrimonio sólo de la derecha, que encuentra antecedentes represivos y de uso de fuerza desproporcionada en la dictadura.
Aún está presente en la retina ciudadana la errática reacción del subsecretario del Interior en relación al caso de Rodrigo Avilés. Cuando apenas el estudiante había quedado inconsciente por el chorro del carro lanzaagua en la marcha del 21 de mayo en Valparaíso, se precipitó a respaldar el informe de Carabineros que aseguraba que el joven se habría resbalado porque la vereda estaba mojada y llevaba zapatillas “con poca adherencia”, calificando el incidente como un “hecho fortuito”.
Serían imágenes de un drone de TVN las que dejarían al descubierto que fue un impacto directo del chorro de agua el que dejó a Avilés con riesgo vital y una entrevista al pitonero dado de baja, la que evidenció que el informe institucional fue realizado sin siquiera haberlo entrevistado sobre cómo ocurrieron los hechos. El debate se centró en los protocolos de Carabineros frente a manifestaciones sociales, los que hasta hace poco eran reservados y no tenían un enfoque de derechos humanos, sino hasta que el Instituto de Derechos Humanos (INDH) los asesoró en su incorporación.
Tanto en esa ocasión como en el momento actual, no se abordan los temas de fondo respecto de la institucionalidad que corresponde a un régimen democrático. En el caso anterior, el verdadero debate debió haber sido la necesidad de reformar la justicia militar para que los actos cometidos por uniformados en contra de civiles sean juzgados en sede civil y así evitar la falta de debido proceso para las víctimas, la impunidad o las presiones a los jueces militares por parte de superiores de alto rango.
Las muertes de Manuel Gutiérrez o las de indígenas mapuche a manos de funcionarios de Carabineros, se pierden en el manto de arbitrariedad e impunidad de la justicia militar, a pesar de la condena de la Corte Internacional de Derechos Humanos al Estado de Chile a reformarla a raíz del caso Palamara. Asimismo, Carabineros es una fuerza de orden, no militar, por lo que no debiera acogerse a la justicia castrense.
En relación a la delincuencia -en que es la percepción de delitos la que sube, mientras la victimización se mantiene estable-, nuevamente no se aborda el debate desde la complejidad del fenómeno, sino desde encuestas en que la ciudadana la ubica como una de sus principales preocupaciones. Poco se habla de prevención o de fortalecer la coordinación entre policías y fiscales, y más de una respuesta penal frente a delincuentes y vándalos.
Incluso un proyecto tan anacrónico y restrictivo de libertades individuales como el de control de identidad preventivo aprobado por la Comisión de Seguridad Ciudadana de la Cámara de Diputados -que repondría la cuestionada detención por sospecha-, inexplicablemente contó con dos votos de parlamentarios de la Nueva Mayoría. Lo que no logró la Ley Hinzpeter en el gobierno de Piñera, es de esperar que no se apruebe en este gobierno.
En el comunicado en que Aleuy rectifica las declaraciones en que ejemplificó que en la marcha de la Confech realizada en mayo, de 100 detenidos, 80 portaban un objeto robado, señalando que era inexacta la cifra de 30% de delincuentes en movilizaciones sociales, pide excusas si alguna persona o un grupo se sintió lesionada en su dignidad por sus expresiones.
Más que a algunos, el subsecretario del Interior ofendió a la ciudadanía en su conjunto, ésa que al participar en movilizaciones sociales reivindica su legítimo derecho a la protesta social, demanda ciudadana que no es una amenaza a la autoridad del Estado ni a la llamada paz social, sino una valiosa expresión democrática.
Las manifestaciones sociales y la protesta social lejos de fomentar la violencia, permiten que las sociedades se resguarden de ella y alcancen la gobernabilidad al abogar porque el sistema político represente adecuadamente las demandas ciudadanas.
No debe olvidar Aleuy que las protestas sociales han sido el motor de importantes logros históricos en la conquista de derechos civiles por la que ha luchado la propia izquierda a la que él pertenece y que, ahora como autoridad, lejos de asfixiar debiera propender a fortalecer para construir un país más justo y menos desigual.
La interpelación ciudadana a la autoridad en el espacio público para el cumplimiento de sus promesas y programa de gobierno, profundiza la democracia en vez de cuestionarla o ponerla en peligro.
Un afán de regulación desproporcionado del derecho a reunión, nuevos tipos penales que restrinjan libertades en pos de la seguridad ciudadana o la criminalización de la protesta social no hacen más que desdibujar los márgenes del progresismo que Chile requiere y asimilarlo a viejas prácticas que están lejos de corresponder a una plena democracia.