Este dilema se ha puesto en el centro de la preocupación nacional, no sólo por las entrevistas realizadas por Don Francisco en Canal 13, la última de las cuales fue el medio decidido por la Presidenta de la República para informar al país su resolución de hacer un cambio en su gabinete ministerial, sino porque además es esta una pregunta que encierra de verdad un dilema que hoy vive Chile.
Si la pregunta se hubiese referido únicamente al ámbito gubernamental, no cabría más que desear, esperar y colaborar al buen desempeño del nuevo equipo de autoridades ministeriales; pero no cabe duda que el dilema que plantea esta pregunta va mucho más allá de lo estrictamente pertinente a lo estatal, incluso va más allá de lo público, lo que indica que se trata de un desafío de la sociedad chilena como tal, de su modo de vida, del tipo de convivencia que existe hoy en nuestra comunidad nacional.
Atravesamos por una etapa de un difuso y sordo descontento social, que refleja un profundo disgusto con nuestra manera de vivir, que abarca temas que traspasan la pobreza y las injusticias sociales; hay un malestar con la avaricia, la vanidad y el egoísmo en las relaciones humanas, que han ido perdiendo cada día más el sentido de cooperación y solidaridad que debiese caracterizarlas, que ahora se ven marcadas por un arribismo social que penetra los vínculos entre las personas, que los deforma y utiliza en función del único y exclusivo interés individual.
El modo de vida de la desigualdad es el que está en crisis. Hace un par de semanas, la Presidenta Bachelet en conversación con los medios de prensa nacionales, señaló que se vivía una “crisis de confianza”.
Ello es así, pero arranca del malestar generado por relaciones humanas perturbadas por un comportamiento en que ya no importa el engaño o una conducta inescrupulosa, lo que ahora prevalece es el enriquecimiento fácil, el forrarse de dinero, el ascender en la escala social no importa las deslealtades y traiciones que ello origine o signifique. Incluso, para algunos, el acto de traicionar ya no tiene trascendencia. Con tal idea el hombre honrado queda en ridículo y se ensalza al mafioso o al desleal.
La legítima movilidad social ha pasado a confundirse con la pérdida de la vergüenza y el pudor para trepar a como dé lugar. Es un regreso a un comportamiento social violento y agresivo, el que fuera reseñado por Víctor Hugo, Saint-Simón, Marx y otros precursores del pensamiento socialista. El extremo utilitarismo de un desmesurado capitalismo ha desfigurado la ética social.
En la política prima el canibalismo y en las relaciones sociales también se ha impuesto un fagocitismo social; una vorágine en que ya no importa ser pillo o ladrón. Hay partidos políticos que más parecen grupos financieros en que el poder radica en aquel que más dinero tiene o “consigue”. Ello hace que en esta encrucijada reponer la ética social y política sea el gran nudo o desafío a resolver como la gran tarea nacional.
Esta reflexión incluye necesariamente una mirada crítica a las políticas públicas asistenciales y paternalistas, las que alimentan las opciones populistas al promover una mentalidad en que las personas se sienten receptoras de beneficios sociales sin sentirse vinculadas a ningún tipo de deberes u obligaciones y, por cierto, estando enteramente descomprometidas de la necesaria solidaridad social que debiesen tener los ciudadanos que forman parte de un mismo país.
Este fenómeno se entronca con el ejercicio clientelístico de tantas figuras públicas, que fomentan una conducta que ve en el Estado no la contraparte solidaria de una sociedad desigual, sino que un proveedor al alcance de la mano, cuyo bolsillo debe ser permanentemente exigido, a fin de que lo que entrega no lo vayan a recibir otros, más “avivados”, más pillos y más ágiles en la captura de las prebendas estatales.
Hay que reponer el criterio de solidaridad social, de valoración del trabajo comunitario, del orgullo de ser parte del mundo trabajador, de una ética en que prevalece el interés general por sobre los beneficios individuales. Ello, a su vez, ayudará a que los Partidos políticos se superen a sí mismos y restablezcan su sentido de país y su voluntad de transformación social y no simples asociaciones para la obtención de cargos públicos o incluso meros comentaristas de procesos en los que no influyen y menos tienen la fortaleza de orientarlos.
Ello exige una buena política; por eso, la agenda por la probidad y la transparencia es parte fundamental de cualquier esfuerzo que apunte a resolver correctamente la pregunta acerca de lo que le pasa a Chile, ya que de su implementación depende decisivamente la solución de la crisis de confianza y la convocatoria a superar el canibalismo social y avanzar hacia aquella utopía de lograr que el hombre deje de ser el lobo del hombre y se transforme en su hermano.