Rushmorth M. Kidder, fundador del Instituto para la Ética Global, señaló, “la ética no es un lujo ni una alternativa, es esencial para nuestra sobrevivencia.”
Cuando en Chile estamos enfrentando una sucesión de olas de denuncias, rumores, desmentidos, acusaciones a empresarios y políticos respecto del uso inadecuado de la relación dinero y política, hay quienes quieren centrar la discusión en los aspectos penales, es decir, la determinación de si acaso las conductas a que en cada caso se alude son o no constitutivas de delito.
El punto es que la comisión de delitos o la determinación de la justicia penal representan el mínimo ético exigible a las personas en la vida social. Pero a todos los seres humanos nos es exigible también una conducta ética mayor, con parámetros más altos, pues tienen que ver con aquello que no es necesariamente exigible en el plano de la ley y que sin embargo debemos acatar pues se relaciona con el buen y mal comportamiento.
El ejemplo más clásico, una anciana está en el supermercado avanzando con su carro y de pronto llega un sujeto que quiere el mismo carro y entonces aparta a la mujer con un discreto empujoncito, sin hacerle daño, y se apodera del carro para hacer sus compras. No hay una ley o reglamento que diga “no robar los carros del supermercado a las ancianas”. Si no lo hacemos es porque sabemos que eso no está bien, pues supera los cánones de la vida social.
Cuando se debilitan estos cánones éticos, se va haciendo necesario regularlos mediante leyes o reglamentos que incrementarán su carácter punitivo en la medida que relativizamos los marcos éticos de la vida social.
Esto está sucediendo en esta hora, tal vez en el mundo entero, justamente porque los límites éticos se ven sobrepasados y la ley ocupa ese espacio. Mientras más ley existe es porque menos ética hay.
Dice Kidder: “Lo que solía estar reglamentado por nuestros propios buenos hábitos se ha convertido en reglamentos por deseo de los legisladores”. También debemos tener presente que cuando un sujeta enfrenta un dilema no es entre “el bien y el mal”, sino entre lo que él considera dos bienes. Cuando consideramos algo “malo”, eso no está entre las posibilidades de actuar, ya que nuestras actuaciones tienen una justificación interior, aunque no sea necesariamente compartida por todo el conjunto social.
Por ejemplo, quien mata por venganza, piensa que eso es bueno. Los torturadores de la policía creen que su conducta se ajusta a lo que la patria necesita para combatir a sus enemigos. En fin, ejemplos sobran.
Kidder señalacomo caso paradigmático lo sucedido en Chernóbil el 26 de abril de 1986. La catástrofe fue producida por la acción de dos ingenieros que estaban a cargo de la sala de control, quienes realizaron un “experimento” no autorizado, destinado a satisfacer su propia curiosidad. Cuando empezaron a funcionar las alarmas, en lugar de detenerse, las apagaron. Es decir, no les importó el riesgo que se corría, sino que no los sorprendieran.
Kidder lo señala: “Creo que antes de haber anulado el primer sistema de alarma computarizado tiene que haber habido un anulamiento ético. Lo que hizo volar Chernóbil no fue la falta de conocimiento, fue la falta de ética.”
Los tiempos cambian. Kidder nos dice: “No sobreviviremos el siglo XX con la ética del siglo XX”. Los riesgos de esas anulaciones éticas durante el siglo XIX eran de bajo alcance. En el siglo XX ese riesgo aumenta y al llegar al siglo XXI los peligros son aún mayores, pues hay cada vez más personas a cargo de sistemas y tecnologías cuya operación irresponsable puede acarrear peligros impensados para también cada vez mayor cantidad de personas, sin contar los efectos devastadores sobre la naturaleza y los animales.
Es indispensable, entonces, que el nivel de exigencias éticas aumente y que las personas aprendan a ser responsables de lo que hacen, sea o no delito su conducta.Es necesario un cambio profundo de actitud, que nos lleve a salvaguardar la sociedad de las decisiones de los encargados de las cuestiones públicas (que afectan a los ciudadanos y a la población), ya sean jurídicas, administrativas, científicas o de otro tipo.
Cada vez aumenta más entre el común de las personas el porcentaje de quienes sostienen que deben existir códigos éticos exigentes en la sociedad y sobre todo con respecto de quienes deben tomar decisiones que afecten la vida común. Eso lo dicen las encuestas ya desde hace dos o tres décadas.
Pero eso debe confrontarse con los numerosos casos de líderes y figuras públicas, en principio “respetables”, que se ven sometidas a un duro escrutinio público por sus dislates, ya sea en el ámbito privado o público.
Casos como los que hemos conocido en Chile de ciertos obispos (Cox, Barros, Arteaga, Jiménez, por ejemplo) o sacerdotes (Karadima, Joannon, José Luis Artiagoitia, Ignacio Gutiérrez, José Andrés Aguirre, para nombrar los más sonados); grandes empresarios, políticos importantes, líderes deportivos ( Herrera), encargados de la seguridad, de la atención de salud, de la educación, del transporte público, de la administración municipal o del Estado, de la aplicación de sustancias en los productos de alimentación o en los parques y plazas, en fin, por solo nombrar a algunos, mueven a escándalo justamente porque siendo personas encargadas o calificadas para entregar seguridad, serán ellos mismos los que la hacen peligrar.
Tal vez la expresión más brutal es la violación de los derechos humanos, donde los agentes del Estado encargados de velar por la seguridad de las personas son los que, encubiertos por ese mandato, precisamente violan los derechos más elementales. Por eso menciono a sacerdotes y educadores, que estando en el ámbito reservado al cuidado espiritual y psicológico, precisamente atentan en contra de las personas que confiaron en ellos atendida su condición.
Lo que hemos presenciado es que mientras aumenta la demanda ética de la sociedad, se incrementan los casos de abusos. Encuestas realizadas entre estudiantes universitarios de Estados Unidos – la cito porque no tengo antecedentes de que algo similar se haya hecho en Chile – revelan que en altos porcentajes, superiores al 50%, se muestran dispuestos a realizar actividades fuera del marco de lo permitido si acaso de ese modo pueden incrementar sus ingresos y tienen una cierta capacidad de eludir los controles o no ser sorprendidos.
Una mayoría superior a los dos tercios manifestó que estaba dispuesta a copiar en sus exámenes profesionales. Y eso sí lo hemos visto en Chile, donde incluso ha habido casos de filtraciones en las pruebas de acceso a la universidad y a exámenes de grado o revalidación de títulos (caso de los médicos). Muchos llegan a ser profesionales de alta responsabilidad e importancia social (médicos, abogados, ingenieros, por ejemplo) luego de haber obtenido fraudulentamente sus calificaciones.
Kidder dice que no se trata de estudiantes, lo que sería una anécdota, sino de quienes poco tiempo después comienzan a dirigir instituciones, corporaciones, ocupar cargos públicos de distinta especie. “Estamos hablando de los mandos medios de Estados Unidos para el año 2020, de los gerentes generales del año 2030. Estamos hablando acerca de las personas que van a pilotear el avión comercial mientras ustedes se sienta pensando ¿sabe este tipo en realidad cómo volar o pasó los exámenes gracias a los torpedos?” Y los ciudadanos tenemos derecho a pensar que si una persona ha obtenido su título con trampa, puede seguir haciendo trampas después, en el ejercicio profesional.
Son esas personas, que quizás escalaron copiando en sus exámenes, los que han ido llegando a altas posiciones, relativizando su comportamiento ético. Probablemente el propio sistema y las creencias en que los padres y los educadores no deben “imponer” una conducta a los hijos y a los estudiantes, son responsables de eso.
Se van desplazando los límites y aquellos que fumaron a escondidas primero tabaco y luego marihuana, se encuentran en posición tal que no sólo fuman más, sino que no se sienten autorizados a limitar consumos de sus hijos, de sus subordinados, de los que le están encargados, que pueden ser dañinos para la salud. ¿Quién de los que ascendió copiando se atreverá a prohibir, limitar, censurar o reprochar que otros lo hagan?
Cuando se gastan muchos millones de pesos en la construcción de un puente que queda en malas condiciones (caso del puente Cau en Valdivia) o una persona conduce a otra a la muerte por un mal diagnóstico (la directora de una Escuela de Medicina cuyo título de médico era falso), las desconfianzas en el sistema por parte de la ciudadanía y la población aumentan.
Y si pensamos en el mundo político, las cosas resultan aún más graves. La mentira, la verdad relativa, las afirmaciones que las conductas desmienten, van debilitando la seriedad y la solidez de las instituciones que sirven de base al funcionamiento de la sociedad y de la relación entre la autoridad y el ciudadano.
No es mentira cuando un político dice que se retirará y no se retira. Es solo que expresaba un deseo que no sabía que en realidad era imposible de que se cumpliera.
Pero si es mentira cuando dice que tiene un título profesional que no ha recibido (aunque haya estudiado algo de esa profesión) o cuando se presenta como hombre probo y ha sido sancionado por el abuso de información privilegiada en el manejo de asuntos económicos, lo que está prohibido por la ley. O cuando dice desconocer lo que conoce o cuando tergiversa la letra y el espíritu de la ley para obtener beneficios electorales o de otro tipo.
Hoy se dice que se intentará – mediante un proyecto de ley que se presentará en 45 días más – que un parlamentario que haya violado la ley de financiamiento electoral pierda su cargo. ¿Y al reemplazante lo designará el mismo partido, como dice la ley ahora? Porque ese sujeto se benefició con el triunfo electoral, pero también se aprovechó de ello el Partido, pues sin ese candidato quizás sus votos hubiesen sido menos.
Los políticos son personas que participan activamente en los procesos de conducción de la sociedad, ya sea a través de los cargos nacionales, regionales, comunales, ejecutivos o de elección popular. Si esas personas no son honestas, si no son respetuosos de las leyes en su forma y fondo, estamos frente a una grave contingencia, pues se desmerecen las instituciones en toda la línea: su partido, el organismo al que pertenece, las medidas que toma o los votos que emite.
Todas sus actuaciones empiezan a quedar en entredicho y la sociedad mirará con desprecio a ese sujeto y a todos sus cercanos. El líder, el dirigente, debe responder a las normas éticas de la mayor exigencia, para no dejar asomo de duda de su comportamiento. El cuidado debe ser extremo.
Pongamos casos hipotéticos, ¿podrá un dirigente mantener su libertad para tomar decisiones que afecten a una empresa o a intereses de grupos de personas si esa empresa o esos grupos de personas contratan a sus hijos por cifras millonarias para trabajos que valen mucho menos? Tal vez no exagero al decir que se genera un tipo de obligación derivada del agradecimiento comprometido.
¿Podría un dirigente considerar independiente de presiones si acaso recibe beneficios, mayores o menores, de una empresa cuyos intereses dependen en alguna medida de sus decisiones?
Pero también está la mentira y el engaño en otras dimensiones. Por ejemplo, si un político pertenece a un partido que tiene una determinada visión de la sociedad, ¿es lícito que después de elegido para un cargo sostenga pensamientos divergentes en forma extrema? Por ejemplo, si un senador ha sido elegido por un partido que postula la sustitución del régimen capitalista, no puede luego afirmar que el capitalismo le acomoda.
Es que las cosas son “más o menos” así, nos dirán. Y eso es relativismo ético.Sostengo que si un ciudadano es elegido para un cargo representando las posiciones de un partido, al dejar de pertenecer a el debe cesar en el cargo. Porque de lo contrario se distorsiona la voluntad del pueblo. Recuerdo el caso de una persona que fue elegida como senador por el PPD y que al poco tiempo abandonó su partido, se pasó a la posición más extrema de la izquierda, salió del partido y trató de levantar una candidatura presidencial. Cuando no le resultó, decidió ingresar al Partido Radical.
Pero el peor caso de relativismo ético lo exhiben esos dirigentes que dicen “todos lo hacemos”, “siempre se ha hecho así”, “nadie está libre de estas conductas” y se escudan en eso para justificar sus violaciones de la ley.
O, lo que es aún peor, decir “no lo sabía”, aludiendo a su ignorancia de que algo estuviera prohibido o fuere delito, aunque a todas luces parece incorrecto, ello sin perjuicio de la presunción de conocimiento de la ley. Porque eso es elevar el relativismo ético a la categoría de validadora de toda conducta incorrecta y la generalización de las violaciones a la de “permiso o aceptación social”. Es, como dijo alguno, la derogación tácita de la ley y de la ética.
Lo que estamos viendo en Chile es grave. Engel, presidente del comité que designó el gobierno para proponer medidas de corrección ha dicho: “Chile no es un país corrupto, sino que hay casos de corrupción”. Esos casos de corrupción involucran a los más grandes empresarios y a políticos de distinto nivel y de todo el espectro partidario. “Todos lo hemos hecho”, dijo uno. Es decir, quienes dirigen el país están en el espacio de la corrupción y quieren seguir ocupando sus posiciones con la excusa de que la costumbre los legitima.
La sociedad toda tiene derecho a preguntarse si esas personas pueden seguir en sus puestos y si acaso el sistema político tiene capacidad para resolver una especie de recambio generalizado de estos sujetos por otros con una ética sólida y probada. ¿Es eso posible?
Porque si los políticos no se dejan corromper ni se debilitan en sus posiciones, las acciones de los empresarios corruptos no tendrían posibilidades de aplicarse. El tema está en el mundo público y las medidas que se requiere deben partir por despejar el terreno de aquellos que están interesados en mantener el actual estado de cosas para seguir beneficiándose con el poder, aunque por ello deban también salir de sus cargos los que se han comportado correctamente.
Las medidas deben ser drásticas, exigentes, no para convertir en ley los principios éticos, sino para sancionar a quienes violan la confianza ciudadana y distorsionan la democracia según sus intereses o los de aquellos que los financian.