La Transparencia es -hoy por hoy- uno de los conceptos más manoseados en el debate actual.Todos dicen que velan por ella, que es la solución para buena parte de nuestros problemas y de la llamada crisis político-institucional en Chile, pero ¿no es extraño que genere tanto consenso?
La invocación de la transparencia como una de las principales (o la única) herramientas para el combate contra la corrupción, tráfico de influencias y arbitrariedades de la élite política y empresarial genera una unanimidad sospechosa.
Para algunos pensadores y filósofos políticos de la actualidad (Comas, 2013; Byung-Chul Han, 2013) la transparencia se ha posesionado como el único criterio de legitimación del actual modelo. Dicha unanimidad es el éxito del modelo de democracia liberal generándose un verdadero espejismo que confunde a la ciudadanía haciéndonos creer que ya vemos todo.
La transparencia es un pilar necesario para el fortalecimiento de la democracia pero insuficiente. Más transparencia no implica autoridades e instituciones más democráticas. Convencernos de que la transparencia es sinónimo de democracia es encandilarse con el espejismo y juego de luces para legitimar lo que hay sin hacer cambios sustanciales.
El “dogma de la transparencia” es invocado en todo ámbito -sin reparo alguno- y con los medios de (des)información como principales aliados. Todo el mundo quiere ser transparente traspasando la esfera de lo público a lo privado y viceversa. Las redes sociales son el principal mecanismo para “transparentar”: donde estoy, qué estoy haciendo, qué opino con respecto a cualquier cosa, cómo se preparó la comida que tengo en frente y hasta los bancos utilizan la transparencia como gancho publicitario.
En el ámbito de la función pública la transparencia es, claro está, un requisito para controlar cómo se desempeña ésta. Todo ciudadano tiene el “derecho” de pedirle a las autoridades (electas o no) rendición de cuentas de su gestión –accountability- para que, en el caso de una mala gestión, pedir las excusas y responsabilidades pertinentes, pero sin tener mayores mecanismos de sanción real (al menos con el actual modelo de Cuentas Públicas)
No obstante al valor que se desprende de lo anterior, la transparencia no se considera un requisito previo para la participación política activa, sino un medio posterior de legitimación pasiva de las autoridades e instituciones, es decir, la ciudadanía es “invitada” con posterioridad a las decisiones ya consumadas por la élite para asentar con la cabeza y legitimar su accionar.
Desde el modelo chileno de democracia representativa, la ciudadanía es un espectador de un reality show que otros protagonizan. Se disfruta del pasivo derecho de aprobar o rechazar en bloque las decisiones ya tomadas. La transparencia sólo aumenta la capacidad y la información de la sociedad para censurar decisiones que ya han sido zanjadas por la misma élite y no para participar mejor en aquellos procesos.
Dicho modelo de democracia a la chilensis nos hace creer que “legitimar” las autoridades e instituciones sólo pasa por reducir y/o eliminar su opacidad. Se va configurando lo que existe hoy: una ciudadanía excesivamente reactiva, sancionadora y censora teniendo como principal herramienta el bulling virtual y un afán voyerista sin más, algo tremendamente beneficioso para las élites del poder ya que -sin importar si gozan de buena o mala fama- ellos permanecen incólumes tomando decisiones que repercuten en la vida cotidiana de todos.
No se puede aspirar a otro modelo de democracia creyendo que con más transparencia (y nada más que eso) se resolverá esta crisis. La ciudadanía ha de ser parte activa en la toma de decisiones y no sólo un mero control posterior.
Una crisis de tamaña proporción como la nuestra requiere que surjan los verdaderos demócratas, aquellos que ven en la participación activa de la ciudadanía la principal forma para re tejer confianzas.
La transparencia por si sola genera un modelo democrático cojo e hipócrita que no “renuncia” a sus adictivas cuotas de poder.
El principal mecanismo para legitimar autoridades, instituciones y decisiones es la deliberación colectiva (Habermas, 1986), es decir, que en la discusión de los asuntos de interés público participen todos los involucrados, en especial los históricamente marginados.
Por ello es muy importante que, junto con el trabajo que ya está haciendo la Comisión Asesora Presidencial en estas materias, se revisen seriamente los distintos mecanismos de participación ciudadana existentes y dotar de poder real para la toma de decisiones, en especial la nueva ley de participación ciudadana en la gestión pública (20.500).
La crisis actual no se resolverá abriendo las cortinas y limpiando los vidrios sucios para que los ciudadanos veamos mejor hacia adentro sino abriendo las puertas de par en par para que las personas y organizaciones entren y se sienten a la mesa de la toma de decisiones.