Aprobado en general el proyecto de la reforma educacional sobre el fin del lucro y la selección de estudiantes, es conveniente volver al foco de esta propuesta que la Nueva Mayoría hizo al país y que tiene tres enunciados bien claros: la educación es un derecho social y no un bien de consumo, la educación pública debe ser de calidad para dar igualdad de oportunidades a quienes no tienen recursos para pagar una educación de élite, no se puede lucrar de manera privada con recursos del Estado y que son de todos los chilenos.
Ese es el objetivo, el centro de esta propuesta, todo lo demás, toda la campaña del terror de la derecha, toda otra interpretación, está fuera de lugar. Hay que insistir hasta el cansancio en cuál es nuestro mensaje al país: la educación en Chile debe ser un derecho y debe tener una sola línea base, la calidad.
Es tan clave este punto, que el debate en particular de esta parte de la reforma debiera llevarnos a avanzar en aquellos problemas que son la evidencia de nuestro sistema educacional fracasado, segregador e injusto.
Es insostenible que se siga defendiendo un modelo que ha cristalizado la discriminación, la falta de igualdad y la mala calidad.
¡Si en Chile hay educación para ricos, pobres y menos pobres! Y más encima, la derecha tilda esta terrible realidad con esta falacia de que la gente tiene derecho a elegir. ¿Elegir qué? Si te tiene suficientes recursos, se puede elegir y esperar que el colegio elija a su hijo o hija también. Este incentivo perverso de “elección” se basa únicamente en criterios de segregación y de selección de pares.
Esto no le hace bien a la sociedad y al menos para mí, no es la sociedad que quisiera para las nuevas generaciones. La integración es el sello de aquellas sociedades que hoy viven en armonía y que tienen –coincidentemente- sistemas educacionales más inclusivos, democráticos, gratuitos y no discriminadores. Porque seguir defendiendo con uñas y dientes el actual modelo, sólo nos hace pensar que la oposición quiere mantener la distancia que hay entre ricos y pobres, en todos los ámbitos: salud, educación, trabajo, urbanización, seguridad ciudadana, etc.
Hoy, ni los segmentos subvencionados ni municipales son capaces de generar estándares de calidad educativa generalizados (hay excepciones, obvio). Incluso más, tampoco todos los colegios privados pueden asegurar que las abultadas mensualidades que pagan los padres, tengan un correlato incuestionable en la calidad de su enseñanza.
De eso estamos hablando. El Estado debe hacerse cargo de que al menos la educación pública, aquella que se financia con los recursos de los impuestos de todos los chilenos y chilenas, ofrezca reales oportunidades de desarrollo humano a sus hijos e hijas.
Puesto en otras palabras, es el Estado el que debe garantizar que la educación de un chileno de regiones, otro de Santiago, otro de una comuna pobre, de clase media o acomodada, sea de la misma calidad, que ofrezca las mismas posibilidades de crecimiento y que el resultado final de éxito o fracaso, dependa no de la billetera de la familia, sino del esfuerzo y perseverancia personal.
Ese es el Chile justo, integrado y generoso que queremos.
Es legítimo que haya quienes crean que esto no es correcto y que lo mejor es ver a la educación como un bien de consumo, que segregue, que discrimine y que “ponga a la gente en su lugar” dependiendo de su capacidad de pago. Pero al menos, que esos sectores sean bien transparentes y lo digan con todas sus letras.
Al menos muchos otros, seguiremos trabajando en pos de una educación que sea herramienta de salto social, de crecimiento y desarrollo para todos y no para pocos.