Quien vea los periódicos o se asome a los noticiarios de televisión, verá que las polémicas parecen arreciar en estos días. No es que se esté dando una discusión intensa y profunda respecto de un caso en particular que involucra a muchos sectores. Parecen haber una amplia cantidad de pequeñas rencillas que atrapan por contagio a un creciente número de personas. Todos opinan de un modo altisonante y, al final, no es fácil saber quién ha lanzado la última invectiva en este convulsionado ambiente.
La gran cantidad de polémicas menudas ocultan algo más profundo. No es normal que en política se caiga tan llanamente en el terreno de las micro disputas sin razón y sin motivo aparente.
Además, y como es lógico, cuando se debate mucho sobre diversos temas, no se alcanza un diálogo sustancial en ningún punto y la banalidad empieza a cubrir un espacio demasiado amplio del ambiente público. En el trasfondo están quedando acumulados temas de gran interés pero que requieren mayor análisis, más meditación y cierta acumulación de puntos de acuerdo y disenso, algo propio de un diálogo fecundo y con sentido.
Para lo que debiéramos prepararnos todos es para un período más bien largo que corto, en el que afrontaremos grandes dificultades económicas, sociales y políticas. Entramos en una etapa dura (¡qué duda cabe!), y es mejor mirarla de frente antes que tratar de adormecernos en discusiones laterales, fáciles y sin densidad.
Tal vez si no estuviéramos pasando por un período en el que se toman decisiones trascendentales, la caída colectiva en lo trivial tendría menos importancia. Lo mismo se podría decir si estuviéramos atravesando por una fase de bonanza en el que, simplemente, pudiéramos dejarnos llevar por la inercia. Pero ocurre exactamente lo contrario.
A la responsabilidad en política siempre le llega su hora. Entramos en un espacio de tiempo en el que se requiere más temple que emoción, más seguridad en conducción que declaraciones fuera de tono, más concentración en buscar soluciones que capacidad de lamentarse en público.
Los bien intencionados pronósticos esperanzadores, que buscan dar calma, en el fondo lo que hacer es quitar confianza. Las autoridades no tienen que dar siempre buenas nuevas deben sobre todo dar noticias y orientaciones verdaderas, ajustadas a las expectativas reales.
El gobierno, al fin y al cabo, no será evaluado por si pudo evitar lo inevitable (no puede cambiar el más oscuro panorama internacional), pero si puede hacer mucho para estar al lado de los ciudadanos, haciendo cuanto esté en sus manos para palear los efectos negativos, aportar lo que puede aportar y trabajar eficientemente en los campos que son de su directa responsabilidad.
Pero hay un segundo elemento que trabaja a favor de lo trivial y que se relaciona con el miedo.Quien haya hecho el seguimiento del caso Penta por los medios de comunicación, habrá observado como una investigación en curso está derivando en un intento (bastante rudo) de hacer que un manto de dudas se extienda al mayor número posible de personas y de organizaciones políticas.
El financiamiento de la política ha sido siempre un tema complicado y con muchas zonas oscuras. Se requieren avances legislativos que aseguren mayor transparencia, equidad y control de los gastos de campaña. Más ampliamente se necesita financiar la democracia para evitar la distorsión de la voluntad popular.
Por ahora se ha abierto una especie de caza generalizada de posibles infractores, algo que requiere mucho esfuerzo y dedicación para terminar (como ya sabemos desde el principio) que hay prácticas cuestionables –sin fronteras políticas-, en un punto donde la UDI se sabe vulnerable, y donde busca compañía para repartir culpas en la desgracia.
Sin embargo, el prestigio de las organizaciones políticas no es tan elevado como para soportar un intento cruzado de descrédito. Nada se resuelve pasando del miedo al pánico y es mejor abocarse de una vez a fortalecer las instituciones, clave de la democracia.
Estos momentos en que parece combinarse superficialidad con confusión, debate de trinchera con descalificaciones amplias, intensa dedicación a denuncias individuales con falta de escrutinio riguroso, terminan por producir un cansancio y agotamiento generalizado.
La gran ventaja de tener un programa en que los objetivos que se propone un conglomerado son conocidos por todo el país. De allí, por lo tanto, que la búsqueda de acuerdos amplios que respaldan los objetivos declarados no sean un problema. Siempre se pueden contrastar los acuerdos amplios con la letra escrita desde antes de asumir el poder.
Afortunadamente, la vía de la polémica liviana y sin sustancia no es la única disponible. Buscar acuerdo a toda costa es tan malo como no querer alcanzarlos a todo evento. Por las dos vías lo que se muestra es desconfianza en las propias capacidades para alcanzar los fines propuestos.Son formas parecidas de declararse perdedor de antemano.
Es como si el producto del diálogo en política siempre termina manchando de sospecha a quienes participan de un acuerdo y de distorsión del resultado obtenido. Pero nada de esto es un resultado prefijado por el destino.
Lo que evita un acuerdo exitoso que respete los objetivos declarados y conocidos de antemano es quedar atrapado en un cerco de consignas y lugares comunes que nos impiden ver las oportunidades que siempre existen y que permiten enriquecer un proyecto de ley sin distorsionarlo.
La mayoría tiene derecho a conducir y a marcar el rumbo del país, pero nada impide que, al hacerlo, mantenga a la nación alejada de la polarización.
Lo contrario de los rechazos anticipados es ponderar. Ponderar los cambios, los aportes y agregados considerando sus efectos esperados, amplitud del respaldo y perdurabilidad de las reformas introducidas. Algo un poco más complejo que un sí o un no por anticipado.