El proceso de reformas que están plateadas en el Programa presidencial del actual gobierno, significan transformaciones profundas y de largo plazo, cuyo fundamento radica, como se establece en su redacción, “en la convicción de que la desigualdad es insostenible”.
Hace años que sostengo este punto de vista, señalando además de que si este es auténticamente compartido, la lucha contra la desigualdad debiese constituir la carta de navegación que oriente las políticas públicas y las perspectivas de planificación, ahorro e inversión de los actores principales del proceso productivo y cultural de Chile.
En otras palabras, que la controversia no está en la antinomia Estado versus mercado, ni tampoco en una nueva lucha entre ricos y pobres; sino que el núcleo articulador del esfuerzo nacional, está allí, en la lucha contra la desigualdad. Que lo que se haga y las decisiones que se tomen tengan ese horizonte.
Desde el Congreso General del Partido Socialista, efectuado en la ciudad de Concepción, en Mayo de 1998, he sostenido sistemáticamente, que este es el factor que debilita la legitimidad del sistema político y quita vigor a las necesarias transformaciones democráticas en nuestro país.
Con esa convicción he participado en diferentes procesos electorales en parte de ellos me fue bien y en otros me fue mal. No cambié mis convicciones por conveniencias electorales. Recogí la realidad de cada región y del momento político respectivo, pero, en ningún caso, hubiera renegado de esa voluntad política esencial: la lucha contra la desigualdad.
Resulta obvio que este es un imperativo ético y político, ante el cual debe agruparse las fuerzas más amplias, rodeado del mayor marco de acuerdo.Hace rato que desapareció la amenaza pinochetista para actuar con las limitaciones de los primeros períodos presidenciales pos-dictadura.
Asimismo, hablamos no de una reforma por separado, sino que un conjunto de reformas en lo social, económico, cultural e institucional que permitan, precisamente, llegar a un Chile integrador capaz de reducir los niveles de desigualdad que le afectan severamente y que generan desencanto y conflictividad en la convivencia nacional.
Es decir, no es una fórmula para hacer agitación callejera ocasionalmente; si se quiere enfrentar en serio este desafío, hay que tomarlo realmente como una tarea-país.
De manera que proseguiré promoviendo el diálogo en torno a este gran propósito. No me someteré a la presión moral contenida en la soberbia y falsa afirmación de que “Escalona no aprendió de sus derrotas”. Luchar para reducir la desigualdad significa que estamos hablando de una profunda modificación en la forma en que la sociedad chilena se comprenda a sí misma y de las tareas consiguientes, y ello requiere las más amplias mayorías que lo respalden y hagan posible.
No voy a engañar al electorado, como muchos practican, presentándose como lo que no son, o afirmando lo que no creen. No agito las bajas pasiones y me repugna cuando se engaña a las familias recurriendo a un populismo de corto plazo.Sé que para muchos ese es camino del éxito; no es mi caso, prefiero las convicciones.
Lo que más me llama la atención en la crítica, es que proviene de personas que actúan como si el cambio social fuera una cuestión de simple declaración, que desconocen las exigencias reales de esta lucha, que creen que desplegando la radicalidad en las expresiones se pueden remover los obstáculos que se interponen en la senda de las transformaciones que se exigen. El radicalismo se abandona por un ciego electoralismo.
Así se ofende, daña y erosiona el ejercicio de la voluntad ciudadana, así se distancia el sistema político de las personas.
La ausencia de un proyecto-país, compartido y defendido lealmente nos ha hecho mucho daño y, el año 2009, abrió las puertas al triunfo presidencial de la derecha.Es lamentable que se acepte sin pudor un apoliticismo chato, cuando cada cual se asegura su escaño parlamentario proclamando lo que el auditorio de cada cual quiere escuchar. Por ese camino se ha distorsionado completamente el concepto de escuchar la voz ciudadana, cayendo en la mera reproducción del “cupo” de cada cual.
Por el contrario, la naturaleza democrática del proyecto socialista requiere de ideas, no solo de consignas, de amplitud y no de sectarismo, de un horizonte estratégico que eleve la mirada del día a día.
Es lógico que cada campaña tenga su estrategia y sus procedimientos. Se han perfeccionados los recursos visuales y los mensajes. Nadie podría prescindir de tales instrumentos. Sin embargo, cada liderazgo político debiese cuidar su propia identidad, así como fortalecer sus propias convicciones y el proyecto de país que le animan, asumiendo la realidad para actuar sobre ella.Y no escondiéndose de forma oportunista, para obtener una votación que no forma parte de la propuesta de país que se está propiciando.
Las reformas sociales, económicas, culturales e institucionales contra la desigualdad no se pueden hacer sin dialogar, ensimismándose, enclaustrándose en la vieja idea que se es dueño de la verdad y, en consecuencia, los que piensen distinto o critiquen son simplemente “desviaciones”, que se deben corregir o reprimir. La intolerancia es una vieja mala práctica, que solo oscurece el rumbo a seguir y conduce derechamente al fracaso.
Someterse al día a día, “halagar” de manera oportunista el positivo compromiso de las nuevas generaciones es muy fácil, pero es renegar de la responsabilidad política, aquella con que Allende enfrentó a los golpistas y la férrea voluntad de los nuestros que cayeron reconstruyendo un Partido Socialista firme, serio, capaz de mirar más allá de la neblina y hacer política de país, desbrozando la maleza y haciendo futuro.