A propósito del debate de lo público y lo privado instalado en Chile, comenzando por la educación y continuando con una serie de bienes preferentes para la sociedad (salud, pensiones, trabajo, etc.), se tiende a dejar de lado el aporte del llamado tercer sector, también llamado sociedad civil. Matices conceptuales más o menos, nos referimos específicamente al aporte que se hace a la sociedad desde el mundo comunitario.
A pesar de experiencias exitosas y participativas que registra la historia de Chile en el desarrollo comunitario (recuérdese el mutualismo de la primera mitad del siglo XX), no fue hasta la década del 60 – en el gobierno de Frei Montalva –que se incorpora en distintas políticas públicas de la época, principalmente a través de la Promoción Popular, la cual recoge una experiencia ya desarrollada por los actores comunitarios, pero que le da un marco de protección y promoción reimpulsando su participación.
Comprender el contrapunto que se puede hacer entre participación comunitaria y participación ciudadana es vital en este debate.
Mientras la primera apela a una visión de la persona integrada en diversas redes de aspiraciones, intereses y sueños que solamente pueden desarrollarse a partir de una concepción de persona humana comprendiendo su individualidad pero a partir de una vida con los semejantes (recordemos en estas fechas de Navidad la enseñanza del amor al prójimo que nos deja el maestro Jesús), la segunda lo hace a la participación del individuo frente al Estado con un conjunto de derechos y deberes que se explican en función de ser parte de la polis, ciudad o nación.
La participación ciudadana se desarrolla principalmente a partir de la Revolución Francesa, la participación comunitaria se arraiga en lo más ancestral de la civilización humana, con manifestaciones que nuestros pueblos indígenas han logrado mantener y que el cristianismo ha desarrollado como expresión filosófica y política.
En la actualidad, en una sociedad fuertemente individualizada, el desarrollo comunitario se tiene que revalorizar como una lucha quijotesca, donde lo frágil y perecedero de la organización comunitaria no es más que el resultado de un modelo neoliberal que lo ahoga – como Cronos devorando a sus hijos – por el miedo a ser reemplazado, y de un Estado carente de verdaderas y profundas políticas públicas que promuevan lo comunitario.
Frente a lo anterior, se debe valorizar fuertemente el impulso y fuerza que han tomado las movilizaciones sociales durante el gobierno de la derecha.
Es así que una profunda explicación de los movimientos sociales, que asumen un rol protagónico desde el año 2011 en Chile, se explica mejor desde la concepción del poder comunitario más que desde el ejercicio de una ciudadanía.
Es en este contexto que se empieza a desarrollar un poder comunitario en contraposición a un poder desarrollado en una sociedad de mercado que pretende mercantilizar todas las esferas de la vida.
Si pensamos al poder mismo como una capacidad transformadora o conservadora de la realidad, desde una perspectiva relacional, el poder comunitario es la verdadera antípoda de la oligarquización, pues una de la esencia de lo comunitario es la distribución – la más amplia y extensa – de un poder asociado a los verdaderos forjadores de su propio destino.
En un momento histórico de un estadio de participación constituyente, donde volvemos a discutir las bases sobre la cual queremos construir un nuevo modelo de desarrollo para Chile, debemos incorporar fuertemente el componente de lo comunitario.
No se puede reconstruir un concepto de “lo público” sin incorporar lo comunitario como un pilar fundamental de las grandes transformaciones que se avecinan.