Hace 40 años el golpe de Estado de 1973 terminó con la democracia en Chile. En su lugar se instaló una dictadura militar que asumió el poder absoluto, violó gravemente los derechos humanos, conculcó las libertades y las garantías laborales, proscribió los partidos políticos e impuso un modelo de país sustentado en un neoliberalismo extremo. Lo que convirtió a nuestro país en una sociedad de mercado.
Hace 40 años perdimos un concepto de Estado que entre sus funciones tenía la especial preocupación por la educación, como el Estado docente; un Estado que atendía la salud, la vivienda, la seguridad social, con políticas públicas y programas de amplia cobertura.
Tales funciones del Estado no inhibían la existencia de la educación privada ni de la empresa privada, que siempre han existido en nuestro país. Del modelo instaurado por la dictadura surgieron la privatización de empresas y otros activos del Estado, la disminución del gasto público, la municipalización de la educación, la libertad para lucrar con la educación y se crearon las ISAPRES y las AFP, sistemas que hoy son objeto de un profundo malestar social.
Hace 40 años se eliminó nuestra carta fundamental y desde 1980 tenemos una constitución impuesta por la dictadura, que ha sufrido modificaciones que solo permitieron eliminar los denominados “enclaves autoritarios” a fines del gobierno del ex Presidente Lagos.
Es decir, entre 1990 y 2006, ¡durante 16 años! tuvimos senadores militares designados. Esta situación favoreció claramente a la derecha, y toda nuestra legislación pos-dictadura ha sido una larga manera de buscar consensos con una minoría, restringiendo las expectativas que nuestros propios partidarios nos han requerido, siendo mayoría.
Hoy, seguimos aspirando más que nunca a lograr una nueva constitución para Chile, hecha en democracia y por demócratas.
Desde hace 40 años nuestra sociedad ha vivido un quiebre del que aún no se recupera.
Mi padre, Salvador Allende, el 4 de septiembre de 1970 obtuvo la primera mayoría de votos en las elecciones presidenciales, pero no la mayoría absoluta de los sufragios, y su triunfo tuvo que ser ratificado por una decisión mayoritaria del Congreso Pleno, en los términos que estipulaba la Constitución Política vigente, de 1925.
Asumido el gobierno, inició la aplicación del programa de gobierno ofrecido en la campaña, cuyo enfoque principal estaba dado por la profundización de la democracia, a través de una nueva institucionalidad y descentralización de la administración del Estado, impulsar una política exterior autónoma, y la creación de tres áreas de la economía: privada, mixta y social, integrada por empresas de importancia estratégica para el país.
Uno de los objetivos principales de la Unidad Popular era mejorar los programas sociales en salud, educación y vivienda, profundizar la reforma agraria –iniciada en los gobiernos de Alessandri y Frei Montalva-, y nacionalizar las empresas de la gran minería.
Como también comprendía la creación de nuevos canales de participación ciudadana; establecer la plena capacidad civil de la mujer; la igualdad jurídica de todos los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio; promulgar una ley de divorcio vincular; y reformar la educación para lograr mayor cobertura, calidad y equidad.
Tengo la íntima convicción que el proyecto de la Unidad Popular era viable, pero que ello requería, en primer lugar, que los propios partidarios de Salvador Allende -el conjunto de las fuerzas de izquierda- hubieran asumido la estrategia de avanzar hacia una sociedad socialista y democrática, a través de las vías institucionales, y no tener posiciones maximalistas, que se tradujeron en la consigna de “avanzar sin transar”, o en las posiciones de la extrema izquierda, que nunca compartieron esa transición gradual que él proponía.
El programa de gobierno demandaba un entendimiento amplio con el centro político para implementarlo. Hubo intentos, pero no fueron suficientes para generar acuerdos entre líderes democratacristianos y de la UP.
En este sentido, el Presidente consideraba importante las coincidencias programáticas con el programa propuesto por el candidato DC, Radomiro Tomic, pero la coalición gobernante no percibió correctamente la importancia de la correlación de fuerzas políticas para impulsar esas grandes transformaciones.
Hoy a 40 años de aquella tragedia, puedo decir con orgullo que el Presidente Allende es una figura reconocida entre los grandes líderes mundiales.
El mundo lo valora porque intentó llevar a la práctica un socialismo en democracia y libertad, con justicia social y en el marco de la institucionalidad vigente, excluyendo todo tipo dictaduras y autoritarismos.
Como lo destacara la candidata de la Nueva Mayoría y futura Presidenta de Chile, Michelle Bachelet: “Un Presidente que eligió siempre y sin condiciones el camino de la democracia como el único posible para construir una sociedad mejor, y la Constitución como marco jurídico de la transformación social”.
Esta línea de pensamiento abre un camino orientador para lo que puede ser nuestro futuro, el camino hacia una mejor sociedad, una más inclusiva, de todos y para todos.Aquí radica la vigencia de Salvador Allende, pero lo que lo singulariza es su concepción profundamente ética de la política y su consecuencia irrenunciable con aquello en lo que firmemente creyó, y su lealtad con el pueblo que representó.
Su último discurso -un verdadero testamento político- refleja a un hombre consciente del momento histórico que vive y que sabe que con su gesto está forjando un legado de dignidad y de sueños para las futuras generaciones.
Sueños que, todavía, dan sentido a la vida y la esperanza en un mundo más libertario, más justo y más igualitario.