El caluroso 12 de enero de 2012 Renovación Nacional y la Democracia Cristiana daban a conocer un acuerdo para cambiar el régimen político chileno. Los senadores Carlos Larraín e Ignacio Walker rodeados de las directivas de sus partidos entregaron a la opinión pública un texto relativamente breve pero que contenía un diagnóstico lapidario sobre la realidad política nacional.
Explicaba el acuerdo: “existe una desafección y crítica ciudadana con el sistema, que puede continuar creciendo con una baja participación ciudadana y una conflictividad social que puede transformarse en crónica. Dado el nuevo sistema de voto voluntario, existe un riesgo de baja participación, si es que no hay modificaciones sustanciales que convoquen al electorado”.
Sostenían los signatarios de este documento que “el presidencialismo exacerbado se encuentra en proceso de agotamiento”. Pese a que reconocían que el avance de Chile se debía a la fortaleza de sus instituciones, “esta fortaleza, que al final de cuentas es el sustento de nuestra democracia, está en proceso de deterioro”.Demandaban la necesidad de establecer contrapesos a la centralidad del poder presidencial, por lo que sugerían iniciativas para descentralizar y democratizar más el poder.
La propuesta no era menor. Primero, proponían establecer un nuevo régimen político de carácter semi presidencial. Esta transformación implicaría distinguir entre el Jefe de Estado (el Presidente) y un jefe de gobierno (un primer ministro). El segundo sería propuesto por el Presidente pero debía contar con la aprobación mayoritaria del Congreso Nacional.
La propuesta consideraba además establecimiento de gobiernos metropolitanos, elección directa de un Presidente del gobierno regional, fortalecer el rol fiscalizador de los concejos municipales, y el establecimiento de un sistema proporcional corregido.
Seis meses después, en junio de 2012, un grupo de diputados que incluía al PPD, PDC, PS, y RN, presentaron un proyecto de reforma electoral para establecer un sistema de representación proporcional en reemplazo del binominal.
La propuesta fue firmada por Pedro Browne, Cristián Monckeberg, Jorge Burgos, Faud Chahín, René Saffirio, Marcelo Díaz, Carlos Montes, Felipe Harboe, Gabriel Ascencio, y Marcelo Schilling.
El diagnóstico de estos congresistas no era muy distinto al primer documento.Sostenían que la democracia con el sistema binominal se encontraba empatada y en un escenario en que la mayoría vale lo mismo que una minoría. Agregaban que no se encontraban disponibles para una reforma cosmética que agregase distritos o circunscripciones. Se requería una reforma electoral más sustantiva.
Concluían que “el actual modelo crea condiciones para una política elitista e inmovilista, la cual, a su vez, abona el terreno para el surgimiento de liderazgos personalistas y populistas y afecta el prestigio del sistema democrático.”
El análisis recién señalado no es de un grupo de izquierdistas radicales y subversivos que quieren alterar el régimen político. Se trata más bien del diagnóstico de actores políticos moderados del espectro político.Concuerdan ellos que el presidencialismo está en vías de agotarse, que existen problemas de representación y que nuestra democracia enfrenta un serio riesgo de inmovilismo y personalismo. Sugieren como mínimo dos reformas no menores: reemplazar los sistemas presidencial y electoral.
La pregunta es cómo encarar esta transformación. Si desde un importante sector de la derecha hasta la izquierda se concuerda en los síntomas de agotamiento del régimen político presidencial, ¿cómo resolver el dilema de la falta de representación?
La solución históricamente utilizada en Chile ha sido un pacto de las élites. Un grupo de partidos establece las bases de un acuerdo para transformar el sistema. Esto sucedió en el siglo XIX y esto ocurrió después de la transición de 1990. Es la forma en que se hacen las cosas en Chile.
Una segunda alternativa sería abrir el debate. Preguntarle a la ciudadanía si quiere o no cambiar el régimen político que ordena nuestra vida republicana. Pero abrirse a la mera posibilidad de discutir abierta y públicamente una nueva Constitución estimula que emerjan demonios y temores. En parte de la élite política surgen imágenes como “vacío institucional”, “Chávez”, “caos”, “desplome de inversiones”.
El asunto de fondo no se refiere, entonces, a tener un diagnóstico diferente sobre lo que sucede en Chile. Importantes segmentos de la élite política (e intelectual) concuerdan en que existen síntomas de agotamiento.
Quizás no hay crisis, pero sí existe consenso respecto del desfase entre las demandas sociales y las respuestas de la institucionalidad democrática. La pregunta esencial es el cómo encarar estas dificultades.
¿Quiénes serán los invitados a la mesa? Mientras unos piensan que en esas soluciones sólo deben participar unos pocos, otros pensamos en soluciones institucionalmente modeladas, pero participativas. Este es el dilema histórico que nos convoca: mantenernos aferrados a la forma en que se han hecho las cosas, o bien, abrirnos a la democratización del debate político.