Tras la aprobación de la acusación constitucional contra Harald Beyer, el “control de daños” no sólo ha sido materia del gobierno, quien junto con “llorar por la herida” ha enarbolado la consigna de la “buena política” frente al actuar mayoritario de los Senadores de oposición. Cabe preguntarse entonces qué es la “buena política”, y bajo qué consideraciones el comportamiento de los bloques políticos puede caber en la dicotomía de lo bueno/ malo, a la luz de un recurso político-administrativo.
Sin afán de caer en reiteraciones, es preciso indicar que la acusación constitucional no es una actuación azarosa, ni tampoco parte de un montaje histriónico.
Se trata de un recurso legal, consagrado en la Constitución Política del Estado, cuyo procedimiento se considera mixto, sea por su naturaleza jurídica y política, en donde, para la parte acusadora, se busca hacer efectiva la responsabilidad, en materias de derecho público, de una autoridad de alto rango. Esto último indica, con el caso del ex ministro de Educación y su resultado a la vista, que los Diputados “acusadores” hicieron uso de una facultad legal, con argumentos suficientes, que analizados en su mérito por el Senado, devino en la destitución de Harald Beyer. Los motivos de sustentaron la acusación ya son de conocimiento público, los que de seguro seguirán en la agenda.
La buena política
Al hablar de “buena política” se hace referencia, desde los aportes de la Ciencia Política a la virtud cívica de la sociedad para establecer estándares y prácticas acordes con el sentido democrático de su sistema, lo que bajo un ordenamiento constitucional como el chileno, establecido al amparo de un régimen autoritario, no será posible de establecer, a menos que se decida, desde la voluntad y metodología política, no sólo reformar, sino que reformular las bases constitucionales que le sostienen.
Chile ha llegado a parámetros de máximos democráticos, bajo el sentido de cumplir en estricto rigor aspectos de carácter “procedimental” en su conducción democrática.
Esta democracia ha cumplido con el cometido de Joseph Schumpeter, quien la concibió, en términos de definición como un “sistema institucional de gestación de las decisiones políticas” en donde la ciudadanía delega en sus representantes la denominada “voluntad popular”.El escenario parece haber cambiado.
Bajo la lógica de la democracia como mecanismo, nuestros políticos no sólo serían considerados “buenos”, sino que ya estarían a paso firme a ser “canonizados”. Pero no, nuestros políticos, están lejos de eso, por obra, por omisión, por suerte. La ciudadanía ha dado claras señales de que el proceso político actual está agotado, de la forma en que se transforman sus problemáticas y demandas en decisiones efectivas de políticas públicas.
Nuestra sociedad tiene una complejidad en su democracia, la cual, en su seno, no es posible reconocerle como efectivamente representativa.Esta paradoja es parte de la discusión actual, apuntando a la Constitución Política del Estado como la gravitante. Esto pone en tela de juicio la calidad democrática del país, haciendo urgente definiciones, metodologías y voluntades para su cambio. Son los partidos y sus liderazgos los que ven cuestionados su rol de representación.
Los buenos, los malos
La última Encuesta CEP (nov-dic 2012) indicó que un 50% de los encuestados desaprueba la gestión de la oposición, siendo levemente más baja la desaprobación de la Coalición con un 46%.
En tanto, la reciente Encuesta ICSO-UDP otorgó a los partidos políticos, en general, una calificación de confianza de 4,4%. El cuadro no es alentador en año electoral, donde el desafío no sólo se pone en los programas, metodología, y capacidad de persuasión del electorado (más aún en contexto de voto voluntario), sino que también en la credibilidad de los transmisores del mensaje, del relato.
Es de fundamental importancia que la clase política pondere y asuma la influencia que tiene y ejerce, desde los partidos, desde sus liderazgos, sobre la calidad de la democracia.
Bajo el actual contexto, de desafectación, descredito y desconfianza, no es posible persistir en el mantenimiento del “orden de las cosas”. Si quiere estabilidad, armonía y paz social, la única opción es abrirse a los cambios. Esto es “buena política”.