23 ene 2012

Testimonio a 30 años de la muerte de Frei

Porque conocí muy de cerca a Eduardo Frei Montalva, su muerte me impactó. Me costó creer lo que el pueblo intuyó desde el primer momento: la responsabilidad de la dictadura (y de Pinochet) en la prematura muerte del líder. Y tenía razón, como siempre la tiene el pueblo, aunque a veces creamos que se equivoca.

Conocí a Frei a los 10 años, para la campaña de 1958, cuando yo, con 10 años, salía con mi hermano mayor a pintar “mejor con Frei” y pegaba estampillas con la misma frase en los cuadernos, despertando las iras de mis compañeros de curso, todos alessandristas. Un día le pedí que me diera un autógrafo y escribió una frase de saludo “con la confianza de que la juventud hará grande a Chile”.

La amistad de Frei con mi padre, aunque era mucho menor que él, fue intensa y verdadera.

Pocas veces he visto a alguien reír con tantas ganas, con tanto entusiasmo, con estertores y toses, como a Eduardo Frei celebrando las bromas de mi padre. Esa foto en la que Frei ríe a carcajadas ha sido exhibida muchas veces y mi padre nunca quiso decirme qué fue lo que hizo reír tanto al Presidente.

Eduardo Frei era un hombre íntegro, de inteligencia por sobre lo normal, con visión de Estado y profundas convicciones.

Tuve muchas oportunidades de escucharlo en público y en privado, vibrar con sus discursos (sobre todo esas maravillas del Parque Cousiño en 1964 y el de la noche del triunfo de ese mismo año), seguir sus escritos, sus libros, sus artículos y esas piezas intelectuales que eran sus intervenciones en el Senado, bosquejadas en apuntes con lápiz de grafito y marcadas en rojo o en azul en los bordes. Con su letra clara, precisa, armónica, revelando no sólo la personalidad fuerte sino la voluntad de poder y la convicción de que el llegaría al puerto para el cual se había preparado toda la vida.

En privado era entretenido, ágil de mente y de comentarios profundos, no exentos de cierto sarcasmo.

Si hablaba de política, todo lo que decía estaba bien articulado y no hacía borradores en su mente.

Hablaba en limpio, como decía Jaime Castillo Velasco. Ingenioso, le gustaban los chistes, aunque según algunos de sus amigotes – a quienes conocí de cerca en distintos ambientes – decían que “el suizo” de pronto más parecía alemán. Pero cuando entendía la broma, nadie paraba su risa.

Sufría de verdad con los padecimientos del pueblo y aunque no era de lágrima fácil, sus emociones las expresaba. Daba la mano con fuerza y abrazaba de verdad.

Se sabía los nombres de todos nosotros y aunque yo a veces creía que no sabría quien era yo, lo tenía perfectamente claro y jamás me confundió con mi hermano, ni olvidó el nombre de mis hermanas.

Su solidez era proverbial y aunque exigente consigo mismo, sabía ser indulgente con los demás en los errores, aunque no perdonaba la mala intención ni mucho menos las traiciones.

Si él veía traición en alguien, convertía al sujeto en un enemigo con el que no dejaría de luchar.

Amores profundos, pero también iras del mismo tipo. Implacable a veces, generoso siempre, tenía perfecta conciencia de algunas de sus condiciones superiores para la política. Y miraba el mundo desde esa altura.

Cuando me detuvo la DINA, él fue personalmente a la oficina de mi padre a solidarizar, luego a la Corte de Apelaciones a presentar un amparo y habló con el presidente del Tribunal. Estaba con los suyos y sabía que, más allá de discrepancias en algún momento, los jóvenes demócrata cristianos éramos de los suyos.

Aprendí mucho de él. Trabajé cerca cuando participé del comando juvenil de su campaña de senadores en 1973 y pude comprender los detalles de un hombre leal, comprometido, esforzado, de inteligencia notable, ejemplo de vida. No pedía a los otros lo que él no podía dar. Pero tampoco menos y ése era uno de los problemas principales.

No era perfecto y cometió errores e injusticias, se dejó llevar por afectos tomando decisiones inadecuadas, fue muy duro con sus rivales políticos al interior del PDC y le faltó decisión para confrontar el golpe de Estado, pues estaba convencido de que los militares serían fieles a sus juramentos y, una vez frenado lo que ellos creían un atentado a la seguridad del país, convocarían a elecciones.

Pero cuando se dio cuenta de la realidad, se convirtió en un acendrado opositor, pero siempre pensando en el futuro: por ello organizó el Proyecto Alternativo y dio impulso a los trabajos de jóvenes intelectuales para que pensaran el Chile que habríamos de construir después de la dictadura.

No se pensaba entonces en el pacto que ensombreció al país al permitir que los esquemas político, económico y social de Pinochet perduraran por más de 20 años después de la victoria del 89.

Quizás con Frei las cosas hubieran sido distintas. Quizás no. Pero su estatura moral y su solidez ideológica, más el temple y la decisión de luchar, nos podían hacer pensar que sí.

En todo caso, como él mismo lo enseñó aquel día de 1980 cuando habló a todos los chilenos en el Teatro Caupolicán, la historia del pueblo de Chile no tiene el nombre de una persona, sino de todos nosotros.

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  • Rod HC

    Un valioso testimonio para uno de los estadistas más importantes de la historia de Chile y cuyo legado aun no aprovechamos como corresponde

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