Izquierda de ayer, izquierda de hoy
Para referirse a la variabilidad histórica de los procesos sociales y su proyección, Mariátegui uso la expresión “ni calco ni copia”. La izquierda de mañana no será una copia de aquella de ayer.
De este modo , en Chile, la experiencia de la unidad socialista-comunista —en la que mi generación se formó – fue un gran logro político que se tradujo en el “allendismo”, sin embargo lo que es Chile hoy día es bastante diferente a lo que era hace medio siglo, más allá que algunos desafíos centrales sean plenamente vigentes.
La desterritorialización del capitalismo y la libertad de movimiento de los capitales han arrastrado al vértigo global a los grupos económicos chilenos surgidos de un proceso agudo de concentración. Casi cuatro décadas de políticas orientadas por la filosofía económica inspirada en el libre mercado desregulado han generado cambios mayúsculos, instalando nuevos patrones culturales y modificando el perfil de clases de la sociedad chilena.
Entre otros cambios que sería largo enumerar, la izquierda debe computar la emergencia de amplios grupos y segmentos que no se sienten representados en el actual sistema político, ni siquiera por las posiciones que sustenta la propia izquierda.
Tampoco puede dejarse de lado la rapidez con que se construyen y ensanchan las brechas generacionales.
El área de los desarrollos cibernéticos es, quizá, donde más evidentes se hacen estas brechas, y el fenómeno lleva aparejada la necesidad de una valoración particular del significado de la revolución digital permanente y su impacto en las comunicaciones, la estructuración de organizaciones sociales y políticas y aquello que en la izquierda acostumbrábamos denominar como “formas de lucha”.
En este cuadro, para examinar un ejemplo de especial significación, domiciliar al Partido Socialista en la izquierda como aliado de las fuerzas que hoy la componen (desde mi perspectiva, un valioso objetivo), aún si se lograra, no daría cuenta del amplio arco que configuran hoy las fuerzas sociales, culturales y políticas que quieren un cambio profundo del modo de convivencia social hacia patrones de vida más igualitarios y más libres.
Hay importantes sectores ciudadanos cuyos sentidos comunes son claramente de izquierda y que aprobarían un buen test para establecerlo, pero no se sienten atraídos por nuestros partidos como los conocemos, tal como han sido concebidos.
Muchos de ellos se identifican más con causas específicas o con puntos de vista que podrían mejor calificarse como pertenencias “sociales”, y no aspiran a ser socialistas o comunistas o cristianos de izquierda, por valiosas que sean esas identidades (como lo son para mí, por ejemplo).
Esto no significa la obsolescencia de la forma partido como la hemos construido hasta ahora que, por lo demás, ha demostrado su capacidad de sobrevivencia y convocatoria frente a calamidades políticas de magnitud mayor.
Sólo quiero decir que aquellos que no se sienten atraídos por esta oferta de participación y lucha son un número creciente de jóvenes, en especial, que se van haciendo menos jóvenes mientras emergen otros jóvenes que heredan una desconfianza hacia la política y sus orgánicas que se va haciendo cultura. En esa sumatoria que es el torbellino generacional actual, distintas opciones de participar en política deben convivir.
Por eso la configuración de una izquierda como actor protagónico requiere de una fuerza política innovadora, capaz de producir un cierto nivel básico de organización y de soportar una expresiva diversidad de puntos de vista en su propio interior, y además de coaligarse con otras expresiones de izquierda que no deseen agruparse en ella.
De ahí que la entidad que hemos hasta ahora denominado, vagamente, “la nueva fuerza de izquierda” pretenda convocar tanto a organizaciones como a dirigencias y militancias sociales y a simples ciudadanos que tengan en común el anhelo de construir una fuerza anti-neoliberal que nazca con la vocación por hermanarse con las otras fuerzas de izquierda.
Se trata, entonces, de un nuevo vector político que no se satisface con su propio desarrollo, porque aspira no sólo a ser por sí mismo sino también a realizarse como parte de un gran conglomerado de su misma orientación esencial.
Si la constitución de esta nueva fuerza llega a ser exitosa (cuestión que no está garantizada) abrirá a la izquierda un espacio de desarrollo que hoy día no tiene. Se trata de la tarea prioritaria a la que he hecho mención.
Sin cumplir esa tarea todo acuerdo o pacto político o electoral podrá ser considerado como una concesión, toda participación en frentes o coaliciones podrá ser motejada como una anexión de la izquierda al mal menor del sistema de “alternancia binominal”.
Es claro que hay ciertos cambios cuyo impulso inicial tendrá que provenir de acuerdos mayoritarios, donde la izquierda deberá coordinarse con el centro o con los llamados “progresistas” o con sectores liberales, o que, en ciertas ocasiones, será preciso efectuar acuerdos electorales.
La derecha es por antonomasia el enemigo político de la izquierda, bastante más que las derechas sustitutas o complementarias con su séquito de cómplices o de imitadores.
Enfrentarla y cerrarle camino es (desde mi punto de vista) un deber ético, si bien esta visión no puede elevarse a la categoría de principio y serán las circunstancias concretas las que permitan determinar la forma y momento de hacerlo.
Sin embargo, una cuestión distinta es cómo y desde dónde se construye mayoría.Hoy la izquierda es un actor secundario en Chile.
Entonces el nudo de la cuestión es si los acuerdos programáticos o electorales se construyen desde el margen o si se apuesta prioritariamente a generar una fuerza que pueda abordarlos desde unas posición más central porque se ha hecho más fuerte al diversificar sus sensibilidades, concebirse como un conjunto y lograr convenir a lo menos una plataforma programática básica común.
En los últimos decenios la izquierda chilena sufrió cuatro derrotas que la sacudieron y fragmentaron.
La primera fue el golpe de 1973 y su despiadada secuela, la política de exterminio, literalmente exterminio, de aquello que había sido la izquierda en Chile, comunistas, socialistas, miristas, cristianos revolucionarios.
En paralelo se generó una yuxtaposición entre un proceso mundial hacia la consolidación del mercado como institución matriz y rectora de la sociedad y el régimen político chileno profundamente autoritario, que permitió el maridaje entre el liberalismo económico extremo y la “doctrina de la seguridad nacional”.
La segunda fue el revés que sufrió el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y su estrategia insurreccional, cuando en 1986 se frustró el atentado contra Pinochet y en 1987 se descubrió el armamento ingresado por Carrizal Bajo.
La caída del muro de Berlín y el fin de los regímenes de partido-estado de Europa del Este, a partir de 1989, constituyó una tercera derrota que si bien golpeó con más fuerza al movimiento comunista, sacudió también a las variantes socialistas y socialdemócratas de todo el mundo.
Cuarta, la derrota de los socialistas chilenos que tras veinte años en el gobierno, la mitad de ellos con presidentes de la República de su propia matriz, no sólo no pudieron reequilibrar a la Concertación hacia la izquierda sino que, al revés, la Concertación los sometió a un esquema de prudencia, conciliación y conformismo.
La izquierda, bifurcada entre la inclusión y la exclusión política, perdió la fuerza histórica que había acumulado en las primeras siete décadas del siglo XX. Este fenómeno, también universal, ha tenido en Chile características extremas, considerando que el movimiento popular chileno fue uno de los más activos y potentes de América Latina.
Un paso decisivo en el proceso de recuperación sería construir una fuerza de izquierda moderna, futurista, orgullosa de su pasado honroso y con la mirada puesta adelante, capaz de promover un acercamiento de todas las opciones de izquierda y de aliarse con aquellos con los que existan coincidencias de proyecto y de formas para impulsarlo.
¿Qué tipo de nueva fuerza?
Una fuerza efectivamente nueva debe romper los moldes habituales del asociacionismo político. Una novedad, en Chile, ha de ser la capacidad de congregar grupos políticos organizados ya existentes con agrupamientos o dirigencias de agrupamientos sociales (sindicales, de género, estudiantiles, poblacionales, ecosocialistas, por la diversidad sexual, barriales y otras) y, también, con simples ciudadanos que participen a título personal.
Esa idea central necesita de una estructura orgánica que es preciso inventar, que continuamente vaya generando los ajustes necesarios para evitar o al menos remediar parcialmente las tendencias propias de las organizaciones a generar castas o conducciones elitistas o personalistas o burocracias que armen un poder que sustituya la decisión participativa de los integrantes de la organización.
Se trata de una orgánica que incluya a todas las sensibilidades sin que ninguna pueda llegar a controlar por si misma esa estructura.
En otros términos, para ensayar una definición provisoria, pienso en un movimiento asociativo mancomunal (asociación de personas, fuerzas o caudales para un fin, reza el diccionario) y solidario (contrae obligaciones y promesas en común), una suerte de movimiento “de código abierto”, por así llamarlo, que respete razonables diferencias, adopte un criterio general favorable a la inclusión de quienes se sientan identificados con sus planteos principales, genere entendimientos internos y externos y proponga y ejecute acciones que generen convergencia.
Un requisito indispensable para un cuerpo de este tipo es que la identidad de las partes no se vea amenazada por el conjunto pero, al mismo tiempo, no se sobreponga el interés particular a los del colectivo.
No es una novedad, pero la reafirmación de las políticas de “acción positiva”, como las cuotas mínimas, más allá de sus limitaciones, sigue siendo indispensable, particularmente en materia de género y de presencia generacional.
Este último aspecto se funda en la percepción que si es posible un encantamiento o reencantamiento, una “nueva” fuerza debe construir una posta generacional donde los capitales políticos acumulados por los sujetos de más larga trayectoria no signifiquen una sombra respecto de los que emergen.
No se trata de una visión “etaria” de la política, sino de la necesaria mirada colectiva a un horizonte que no es individual sino común. En esta materia, es también indispensable abrir las puertas a todos los jóvenes que tengan más de 15 o 16 años y a todos los ciudadanos potenciales estén o no inscritos en los registros electorales.
Esta fuerza mancomunal y solidaria tendrá que intensificar la presencia y vinculación con las organizaciones de base territoriales o sociales, aprovechar todos los espacios comunicacionales por pequeños que sean, crear movimiento social y nuevas organizaciones. Los adherentes debieran comprometerse a participar a lo menos en una organización social como requisito de pertenencia.
Más horizontalidad, menos verticalismo, deben ser características de una nueva fuerza de izquierda. Eso significa, claramente, la necesidad de descentralizar y reconocer autonomías. Este es, sin duda, el caso de las regiones.
Mientras el estado permanente de asamblea deriva muchas veces a un ejercicio discursivo interminable y mucha acción espontánea que, aunque tenga fuerza, no genera efectos perdurables, la opción “centralista democrática” de la izquierda más clásica no satisface como modelo para una “nueva fuerza”.
Es preciso ir construyendo, en aproximaciones sucesivas, mediante el método de prueba y error, un equilibrio entre el máximo grado posible de participación y el nivel necesario de dirección política. No hay una receta, pero creo que los límites de tiempo al ejercicio de cargos de dirección, la rotación de esos cargos, la revocabilidad de los mandatos y la obligación de rendir cuenta, son elementos indispensables.
Sobre la participación electoral no tengo duda alguna. Una nueva fuerza de izquierda no debe abandonar ningún territorio, entre ellos las elecciones. Son un momento, en la pobre democracia chilena, en que se alcanza un mayor grado de politización y es posible exponer ideas y mensajes con mayor extensión y alcance. En general, la izquierda debe siempre levantar su bandera, no dejar espacios vacíos, no renunciar a oportunidades legítimas de proponer sus puntos de vista.
Esta certidumbre no significa que una “nueva fuerza” deba registrarse legalmente como partido político en la actual ley de partidos.
Para mí, esta es aún una interrogante frente a la cual puedo elaborar argumentos a favor y en contra. Es un hecho que el actual sistema, concebido en el marco de los objetivos de la Constitución pinochetista de 1980, ha dado a los partidos un poder viciado por la existencia del sistema electoral binominal.
Sólo los partidos pueden presentar candidatos presidenciales, parlamentarios y municipales, sin necesidad del engorroso y costoso deber de recolectar firmas notariadas (los partidos lo hacen sólo una vez, para llegar a existir legalmente).
En el lenguaje del binominalismo, los partidos son los dueños de los ansiados “cupos” en las listas parlamentarias. Para dejar de pertenecer a un partido los afiliados deben formalmente renunciar, no obstante pueden estar afiliados de por vida por el sólo hecho de haber firmado una vez su afiliación.
Los afiliados no pueden presentarse fuera de su partido, a menos que se desafilien dentro de plazos legales (en estos momentos en proceso de modificación para dar aún más poder a los partidos) y se presenten como independientes (previa la recolección de firmas).
En el hecho, no existe la “división de los partidos” ya que toda disidencia, si pretende existir orgánicamente, debe existir de hecho —sin los atributos legales— o inscribir un nuevo partido.
El partido posee un patrimonio que queda al cuidado de la mayoría que lo gobierne y a sus decisiones de inversión, en el caso de patrimonios cuantiosos que generan rentabilidad.
Modificaciones legales posteriores a la legislación original establecieron el financiamiento público de parte del gasto electoral que realizan las candidaturas (en el hecho los partidos que los inscriben), mecanismo que busca dar sustento material, una cierta equidad en materia de campañas y transparencia a la actividad política (nobles propósitos) pero que está lejos de cumplir sus objetivos.
En la última elección presidencial por cada peso que gastó la izquierda, la candidatura MEO gastó 9, la de Frei 15 y la de Piñera 32 (de acuerdo a las declaraciones oficiales). Con todo, el aporte público es, en la práctica, el único sostén de las candidaturas de izquierda y, en ese sentido, debe ser valorado.
Las leyes electorales, junto con el sistema binominal, deben ser radicalmente sustituidas por una legislación más democrática y de más respeto al ciudadano. Siendo así, ¿corresponde a una fuerza que aspira a innovar en la política recurrir a este mecanismo obsoleto y que genera partidos que giran en torno a los “cupos” y al dinero?
Por otra parte, los argumentos para una respuesta favorable son varios. Pero el punto, a mi juicio, debe ser otro: ¿podrá una nueva fuerza política inscribirse como partido legal sin derivar en una organización pura o principalmente electoralista? ¿Podrá comprometerse efectivamente a llevar adelante una política de desarrollo en la base, en el mundo social, y al mismo tiempo enfrentar tareas electorales? Eso es lo que hay que dirimir.
En todo caso, en la búsqueda de una respuesta no debemos partir de una falsa contraposición entre la ocupación del espacio electoral y del espacio cultural y social.
Es claro que para ser una fuerza política con peso electoral no se precisa ser partido legal y que, a la inversa, como ocurre en muchos casos, se puede ser partido legal y casi no tener significado social.
Un referente político, social y cultural nuevo podrá llevar candidatos aun no estando inscrito como partido y su significado (para el país y también para sus eventuales aliados) corresponderá a su desarrollo, a su presencia ciudadana, a sus liderazgos y a su capacidad de convocatoria.
Uno de los temas recurrentes en la construcción de un nuevo referente de izquierda es si habrá o no pactos o acuerdos con fuerzas que no lo sean.
Mi posición es clara y ha sido más arriba reiterada: debemos tener una política de alianzas.
Para decirlo de otro modo, no comparto el punto de vista que veta la posibilidad que la izquierda alcance en determinados momentos y circunstancias acuerdos con otras fuerzas.
Una materia distinta es cómo y cuándo se hacen esos acuerdos, para qué y por qué.
Este es un debate propio de una organización constituida y no puede ser dilucidada como cuestión de principios. En la discusión hay un criterio que me parece fundamental: si queremos proyectar una izquierda con ambición protagónica no deberemos dejar espacios electorales vacíos.
Siempre, a menos que muy fundadamente haya razones que lo justifiquen, la izquierda debe tener sus propias candidaturas.
Nota del autor. Este texto es parte de la recopilación de escritos políticos breves La (Re)vuelta de la Izquierda, Editorial Ocho Libros, Santiago, publicada en mayo de 2011. La editorial me ha autorizado para circularlo en formato digital indicando su procedencia. Si bien fue escrito hace siete meses, sus principales contenidos pudieran seguir siendo de interés.