Este texto es parte de la recopilación de escritos políticos breves La (Re) vuelta de la Izquierda, Editorial Ocho Libros, Santiago, publicada en mayo de 2011. La editorial me ha autorizado para circularlo en formato digital indicando su procedencia. Si bien fue escrito hace siete meses, sus principales contenidos pudieran seguir siendo de interés.(El autor)
La izquierda: prioridad política.
¿Queremos una izquierda poderosa? ¿Cómo la queremos?
Una izquierda que quiera construirse —o reconstruirse— requiere la voluntad de ser y el deseo de nombrarse. No basta declarar la ambición de existir, es preciso decirlo y actuar.
Esta exigencia es ineludible porque el conjunto de ideas, historias, sentimientos y esperanzas de futuro que la constituyen es prácticamente el único acervo de la izquierda.
Sin voluntad y amor propio, por lo tanto, simplemente no hay izquierda, la izquierda no será. Habrá partidos, movimientos, grupos, pero no izquierda.
Si examinamos los anales del movimiento socialista (en su sentido más amplio) constatamos que su existencia, desde que la izquierda fue reconocida como tal en los Estados Generales durante la Revolución Francesa, se ha caracterizado por la diversidad de puntos de vista.
Dicho de otro modo la izquierda no es un solo ente o formación, es una sumatoria posible de diferencias que pueden llegar a identificarse en un común denominador.
En el actual Chile uno podría imaginar una izquierda congregada en diversos grados de entendimiento, mayores o menores, sobre la base de cuatro o cinco grandes objetivos y de algunos criterios sobre cómo avanzar hacia ellos.
¿Será posible? Mi respuesta es que no lo sabemos, que aunar a todos aquellos que se reclaman de izquierda sería difícil, pero que constituir una izquierda protagónica, más potente que la actual hasta el punto de ser un actor social y político ineludible, es una tarea prioritaria.
Hay casi una mitad de los ciudadanos chilenos, la mayoría jóvenes, que no participan en este modelo político, y una izquierda recargada puede ofrecer una esperanza nueva.
Por otra parte, la Concertación ha perdido vigor y prestigio y hay millones de chilenos que la han apoyado durante dos decenios y que no están conformes con su cometido, entre ellos mucha gente que se siente y declara de izquierda.
Desde otra perspectiva, menos voluntariosa y más fundada en el diagnóstico de la actual realidad política, no empeñarse en conformar esa izquierda que aspira a ser actor principal, facilitaría la imposición de un régimen político de “alternancia binominal” de largo respiro que cerraría las posibilidades de desarrollo de un movimiento popular unitario o, al menos, coordinado.
Admitamos que el principal fracaso de la Concertación no es la derrota presidencial del 2010 sino su ineficacia, por diversas razones, para construir en Chile una democracia participativa fundada en principios y normas discutidos y sancionados por la ciudadanía, una democracia abierta a cambios políticos y socio-económicos en la matriz que constituye el estado.
La declinación de este objetivo fundacional y emblemático fue gradual, progresiva e incurable.
La victoria de Piñera el 2010 fue un corolario penoso, más aún porque fue un desenlace oportunamente advertido. Puso término a una etapa sustentada en el sistema electoral binominal como riel conductor, etapa que permitió a la derecha crecer, convertir su poder económico y mediático en preponderancia política, y alcanzar una mayoría entre las chilenas y chilenos que votan.
Entre 1989 y 2009 la Concertación había repudiado los pactos electorales con la izquierda no concertacionista, pactos que pudieron generar mayorías parlamentarias suficientes para modificar al menos las leyes orgánicas constitucionales, y sólo los concretó cuando el cálculo electoral y las encuestas indicaron que le eran sin duda indispensables.
En 2005, cuando la figura detestable de los senadores designados dejó de ser útil a la derecha y pudo utilizarse como pragmático instrumento para configurar una mayoría potente en el Senado, la Concertación, asombrosamente, concordó una reforma constitucional (denominada por sus promotores como una “nueva constitución”) que eliminó los senadores por designación sin modificar el sistema binominal, reafirmando así este mecanismo arbitrario y letal para la democracia.
Se ha cerrado la etapa de expansión de ese sistema. La derecha creció y superó la mitad más uno de los votantes, un gran éxito si se considera que en el Chile predictadura captaba aproximadamente un tercio de los votos.
En dictadura cimentó su poder en el manejo del temor y en la conformación de una extensa red de clientelismo impulsada principalmente por los alcaldes no electos designados por Pinochet.
Alcanzó un 44% en el plebiscito de 1988. Luego comenzó a crecer, a estabilizar sus conflictos internos y a plantear su proyecto más abiertamente, fundada en un poder mediático que sus adversarios de centro y de izquierda no fueron capaces de contrapesar, con la complicidad de los sectores concertacionistas que fueron progresivamente aceptando o acomodándose al sistema político heredado y tan sólo remozado.
Estamos ahora en otro momento, en que las fuerzas de derecha que sustentan el modelo económico y político y las direcciones concertacionistas marcadas por el conformismo y la renuncia a sus programas originarios, buscan consolidar un régimen de “alternancia binominal”.
Ya no se trata sólo de sostener un sistema electoral abusivo y deformador, que ha tenido un impacto político definitorio, sino de instaurar permanentemente un régimen político irreversible en que dos opciones cuyas diferencias están acotadas se alternan en el ejercicio del poder público: la derecha y el centro concertacionista.
Cualquiera sea la opción que triunfe en las elecciones, más allá de sus diferencias, su acción apuntará a la mantención del modelo económico, a la consolidación de una cultura mercantilista, uniformadora y acrítica, a un funcionamiento de ritmo reducido de la sociedad organizada y a la imposición de una idea de “orden público” que limita las libertades individuales y colectivas.
Una vez asegurado, un régimen de “alternancia binominal” se transforma velozmente en un “hoyo negro” que absorbe, aplaca o reprime toda minoría que se resista, la integra al sistema aún en contra de la voluntad de los disidentes o la disuelve en un agotador fraccionamiento que fortifica entre sus integrantes la percepción de la propia y fatal impotencia.
En ese esquema la izquierda está condenada a ser, en el mejor de los casos, un actor secundario.
Para impedir la configuración de este sistema, que cierra las puertas de cambios mayores y mantiene márgenes de disputa que no admiten pretensiones transformadoras, es preciso que emerja con potencia otro protagonista que levante un programa que implique orientar la sociedad en una dirección distinta, más igualitaria y libertaria.
La actual izquierda, social, cultural y política, y todos los que aspiramos a otro modo de vida y a un desarrollo equilibrado entre los seres humanos y la naturaleza, tienen la responsabilidad de generar y sustentar ese actor indispensable.
Pero, ¿si construir izquierda es prioridad, qué ocurre con el objetivo de derrotar a la derecha?
Un imprescindible horizonte
¿Cómo sería el paisaje si no hubiera horizonte? Es difícil concebirlo. Ocurre con la izquierda: sin horizonte no hay política en el sentido pleno de la palabra. Puede haber objetivos, propósitos, acciones, pero por más positivos que sean si no se orientan hacia un horizonte no existe política de izquierda.
Así como no hay una pintura sin fondo, tampoco puede haber una izquierda carente de horizonte.
Esa era la noción de la política que impulsó a muchos de mi generación a comprometerse vitalmente con ideas, militancias, partidos y episodios de lucha social.
Para expresarlo de otro modo, puede denominarse “política” a lo que se quiera, pero para la izquierda el término deberá estar referido al conjunto de acciones, intelectuales o prácticas, que se emprenden colectivamente en pos de aspiraciones compartidas, generalmente de largo plazo, que configuran un horizonte, una línea de llegada, por esquiva que sea. Esa política es, además, un modo de ejecutarla, un modo con un sentido sustantivo que va más allá de los ejecutantes.
Los actores políticos procuran aproximarse a ese confín, como el nadador que se dirige hacia la línea móvil que construye la potencia de su mirada y que, por eso mismo, nunca logra alcanzar. Norbert Lechner llamó bellamente a este proceso: “la nunca acabada construcción del orden deseado”.
Para los conservadores también existe un horizonte porque una sociedad vive en cambio permanente, y por supuesto el mundo en que está inserta.
Su horizonte es definir ciertas cuestiones básicas como naturales y perpetuas, preservar lo que definen como esencial, encaminar los procesos sociales inevitables dentro de una cierta ruta estable. El objetivo de los conservadores es sustentar las estructuras fundamentales de la organización social jerarquizada que existe actualmente.
Para la visión de izquierda, sea ella revolucionaria o reformista o simplemente rebelde, la cuestión es mucho más difícil.
La izquierda imagina el horizonte, o lo adivina o lo inventa, o lo deduce de un análisis histórico, pero es un horizonte que no tiene hasta hoy un referente indiscutido a la escala de la sociedad real.
La izquierda aspira a subvertir el orden de las cosas para sustituirlo por otro orden, deseado pero, en realidad, sólo concebido o sólo en parte conocido porque las experiencias de construcción de una sociedad diferente, socialista, han sido polémicas y necesariamente imperfectas.
Y seguirán siendo: el sendero hacia ese horizonte no es transparente, se asemeja más a un neblinoso territorio de arenas movedizas que ningún explorador ha podido recorrer sin dificultades, desvíos o extravíos. Para aquel territorio no existe una cartografía acabada.
No es posible concebir una política de izquierda sin esa perspectiva, visión de futuro o utopía, como quiera llamársele. Mientras la derecha tiene que urdir un horizonte y camuflarlo para que no se advierta que en definitiva es, en lo esencial, lo mismo que existe, la izquierda no puede despojarse de él a riesgo de perder su indispensable identidad transformadora.
Dicho esto: sin izquierda o con una izquierda débil, Chile no tiene otro horizonte que aquel, esencialmente inmóvil, que ofrece la derecha y su engañosa alternancia.
Sin embargo, para algunos la idea del horizonte se ha convertido en algo casi ritual, una repetición obligada de conceptos que se han tornado imposibles pero que no es posible dejar de lado.
El pensamiento uniforme que ha pretendido imponer el capitalismo neoliberal no admite otros horizontes que no sean el propio. Ese hecho, de alcance universal, ha horadado la confianza de la izquierda en sus propias ideas y, sumado a la incapacidad de innovar y el apego a esquemas fracasados, las ha debilitado.
En ese marco los logros del Foro Social y su promesa “otro mundo es posible” se han constituido en referente indispensable para toda tentativa de reconstrucción de fuerzas nacionales o internacionales claramente anticapitalistas.
En ese mismo cuadro, las experiencias de gobiernos encabezados por fuerzas no capitalistas o reformadoras en América Latina del siglo XXI, adquieren un valor extraordinario.
Tanto Lula y el Partido de los Trabajadores en Brasil, como Tabaré, Mujica y el Frente Amplio uruguayo, han hecho su aporte, como también el justicialismo de izquierda encarnado por Kirchner en Argentina.
Chávez en Venezuela ha reinstalado la dimensión latinoamericanista de la política en nuestro continente y la idea del socialismo —“del siglo XXI”, advierte razonablemente para rechazar de este modo la creencia que el pretérito pueda servir como modelo de futuro.
Evo en Bolivia ha llevado al gobierno a los movimientos sociales y ha contribuido al rescate y vigencia de las diferencias étnicas y culturales y a valorar su plena existencia. En Ecuador el “buen vivir” es el modo propio y original de denominar esa otra sociedad posible que, en la tradición chilena, denominamos socialismo.
El horizonte de la izquierda hoy es desde ya más amplio, más extenso, en la medida en que dimensiones antes sombreadas por la contradicción entre burguesía y clase obrera, se han incorporado a su ideario.
Me refiero, entre otras, a la dimensión de género, a la asunción de la diversidad de opciones sexuales como un derecho, y a la trascendente concepción que modifica radicalmente el concepto de desarrollo incorporando la idea del equilibrio entre las necesidades humanas, la producción y la naturaleza y las opciones de crecimiento o decrecimiento selectivo.
Esa amplitud lo hace aún más variado y diferenciado y obliga a plantearse la idea de la diversidad como un rasgo positivo y necesario para una fuerza de izquierda.
Pero, si bien el horizonte es más amplio, ¿no es acaso más distante? A veces pareciera que la respuesta a esta cuestión es positiva. Los mecanismos que tienden a uniformar las formas de pensar o, para usar la ya antigua categoría, que sustentan “el fin de la historia”, inducen incluso a sectores de izquierda a mirar el horizonte como un imposible. Pero no lo es.
La historia es siempre sorprendente, como lo ha demostrado ya el siglo XXI en su breve recorrido, que acumula al ataque terrorista a las Torres Gemelas, el levantamiento de pueblos de países árabes en busca de más derechos democráticos, la crisis vigente y siempre latente de un sistema capitalista que ha fundado su supervivencia en la depredación de la naturaleza y, ahora, en la inercia del neoliberalismo triunfante que en los últimos años se bate en retirada.
No es mi intención hacer profecías optimistas, sólo decir que la lucha por otra sociedad, otro modo de convivir y de relacionarnos, nunca es una lucha en vano.