El diario “El Mercurio” da cuenta hoy de un hecho conocido pero casi invisibilizado en los medios tradicionales durante una década: cada día hay más jóvenes chilenos que postulan y acceden al sistema argentino de educación superior.
Sin duda es positivo que la prensa que sustenta firmemente el modelo económico y político chileno y lo alaba con pertinacia, registre esta circunstancia.
Desde 2001 han ingresado a la Universidad de Buenos Aires 1565 jóvenes chilenos. Se trata de una de las mejores universidades de América Latina, junto a la UNAM mexicana y a la Universidad de Sao Paulo en Brasil, las tres de carácter público y acceso gratuito.
En el 2000 fueron seleccionados 59 jóvenes chilenos para estudiar en Argentina, en el año 2006 ya eran 435 y en 2011 son 700. Los postulantes fueron 1500.
De esta manera el número de chilenos que logra ser admitido a la educación universitaria argentina se ha multiplicado por 13 en un decenio.
Lo primero es lo primero: hay que agradecer a Argentina este aporte a la educación de los chilenos.
No obstante, más allá de su política fraternal y su espíritu latinoamericanista, la educación argentina se prestigia al atraer estudiantes de otras latitudes y la identidad argentina logra una mayor proyección. El país difunde mejor sus patrones culturales y genera simpatía, amistad y admiración, por lo demás muy largamente merecidas.
Lo segundo es preguntarse si acaso los datos publicados, conocidos por mucho tiempo, no inducen alguna reflexión de parte de los chilenos en general y de las autoridades educacionales y culturales en particular.
¿Por qué tanto joven chileno resuelve estudiar en el país vecino?
¿No sería deseable para Chile no sólo retener a sus propios jóvenes en un nivel educacional que ya se ha generalizado como exigencia social sino también atraer a estudiantes de otros países?
No hay en estas preguntas una pequeñez nacionalista. Es positivo que los jóvenes en el mundo de hoy sean más universales y los viajes un acontecimiento mucho más frecuente.
El punto es otro: los estudiantes emigran no por explorar otros horizontes, lo que ciertamente harán más temprano o tarde, sino porque su propio país es incapaz de entregarles una educación superior de calidad sin que sus familias y ellos mismos deban hacer ingentes sacrificios económicos.
¿Por qué sí puede hacerlo Argentina, una economía que a comienzos de siglo tuvo una crisis de enorme magnitud, que los organismos financieros internacionales condenaron a su propia suerte y cuya economía las clasificadoras de riesgo intentaron día a día demoler?
La postura del gobierno chileno a propósito del financiamiento de nuestra educación, reformulada pero no flexibilizada durante estos meses, entrega la clave para responder esta pregunta: las autoridades siguen apegadas a un esquema que considera la educación como mercancía, los establecimientos como negocio y los estudiantes como nuevos contingentes destinados a vitalizar los bancos y el sistema financiero y sus ganancias.