El movimiento estudiantil, el gobierno y el Congreso se encuentran hoy en un impasse que comienza a mostrar signos preocupantes de erosión de la institucionalidad.
Están bajo una presión enorme, e inusitada en tiempos democráticos, la Universidad, el Congreso, el Ejecutivo, y las Fuerzas de Orden.
La porfiada paralización de actividades académicas en muchas universidades del Consejo de Rectores y sus consecuencias han lesionado la autoridad de los rectores, vulnerado los estándares académicos para dar por enseñado y aprendido el primer semestre, dañando las finanzas de las instituciones, y perjudicado a los alumnos beneficiarios de becas y crédito.
La prolongación de los paros hasta fin de año causaría menoscabos aún más profundos a la educación superior que el movimiento dice querer fortalecer.
El Congreso, por su parte, parece impotente para jugar un rol que no sea sólo servir de caja de resonancia a las voces más afiebradas que protagonizan las pugnas que atraviesan a la sociedad chilena.
Relegado por acontecimientos que no puede manejar, no es más que el espacio en que se escenifica el drama del conflicto.
Su imagen pública se deteriora bajo el impacto de los duelos de descalificaciones, los combates cuerpo a cuerpo en las tribunas, el descontrol de algunos honorables transmitido al país en los noticiarios, y la falta de progreso en el trabajo legislativo en las materias en que se juega el conflicto.
El Ejecutivo se muestra a veces tan anárquico como el movimiento estudiantil que enfrenta, y desprovisto por entero de la firmeza de principios y convicciones que el movimiento, en el otro extremo, lleva a niveles de fanatismo religioso.
Así, termina siendo tan difícil adivinar el plan del gobierno como escudriñar las verdaderas intenciones de quienes manejan a los estudiantes.
Otrora una de las pocas instituciones en la que confían los chilenos, Carabineros es hoy cuestionado tanto por el exceso como por el defecto de su actuar. Sus procedimientos mecánicos revelan jueves por medio su desajuste con el desafío de la mezcolanza de manifestantes pacíficos y encapuchados violentistas.
El movimiento estudiantil alcanzó su cota de máximo poder a inicios de Agosto, cuando el recién nombrado Ministro Bulnes propuso en un documento público el más amplio conjunto de reformas a la educación superior y municipal desde 1980.
Sin embargo, intoxicado por su éxito y atrapado en su fundamentalismo revolucionario, no quiso ni supo capitalizar ese momento. Desde entonces, las cosas han ido cuesta abajo, tanto para los estudiantes como para las instituciones que crujen el peso de sus marchas y tomas.
Es tiempo de que los actores más responsables en uno y otro bando—que los hay, así como los hay en el Congreso—se abran paso y dejen atrás a los ultras, que los hay también por doquier, y forjen un acuerdo que podrá no ser del gusto de todos ni el óptimo de nadie, que podrá ser denunciado como cupular, que podrá romper alianzas y lealtades, pero que será el medio de empezar a mejorar la educación y de preservar las instituciones que tanto ha costado construir.
En la hora presente, el diálogo y la negociación son la más creativa y fructífera forma de protesta.
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