El debate que se instalará próximamente desde el oficialismo dividirá aún más a las dos almas de la Alianza. Pero esta vez las diferencias no responderán a la agenda valórica, sino a una -hasta hace un tiempo impensada- reforma tributaria que enfrentará a la derecha más ortodoxa en el manejo económico con la llamada “derecha social”.
Los más conservadores argumentan que una reforma tributaria no está en el programa de gobierno, que el país no presenta déficit que la justifique y que implicaría un cambio en las reglas del juego, considerando que el alza de tributos a las grandes empresas para financiar la reconstrucción realizada el 2010, tenía un carácter transitorio.
En esa línea seguramente estará el nuevo Subsecretario de Hacienda, Julio Dittborn, que no sólo sigue apostando por el “chorreo” que el propio crecimiento demostró que nunca llega, sino que además rechaza la aplicación de una reforma tributaria, al igual que comisión económica de la UDI. Coherente con los intereses del capital.
Esta derecha tradicional representa las preocupaciones de los empresarios que -como siempre- amenazan con que un alza de impuestos afectaría el crecimiento y la inversión, pilares del equilibrio macroeconómico que el modelo ha endiosado.
Este empresariado que durante años ha dibujado los más catastróficos escenarios en caso de una mayor regulación de los mercados por parte del Estado, es el mismo que surgió gracias al impulso estatal a mercados específicos como el forestal o la salmonicultura.
Un empresariado que creció al alero del Estado y que, lejos de devolverle la mano al país, aumenta su rentabilidad, incluso, (o especialmente) en periodos de crisis.
Los bancos e instituciones financieras que fueron salvados de la quiebra durante la crisis del 83, son los que por años cobran a sus clientes intereses sobre intereses, hasta la usura.
Para qué hablar del retail, que probablemente encuentre en la repactación automática de La Polar la punta del iceberg del abuso contra los segmentos bajos y medios, que ingenuamente vieron en el acceso al crédito el cumplimiento de la promesa del modelo económico.
La derecha económica, que bien sabemos en dictadura compró a precio de huevo las empresas que la derecha política les vendió desde el Estado, ha sido parte de los poderes fácticos de este país, junto a los militares y a la iglesia.
Es el único de los tres que mantiene intacta esa condición, lo que se notará aún más por estos días, cuando comience a mover los hilos a través de sus representaciones gremiales, de los parlamentarios a los que apoyan en sus campañas, de los medios de comunicación que financian con su millonaria inversión publicitaria.
Los Ministros de Hacienda de los últimos años también han sido los mejores aliados de la derecha económica.
Gracias al último que tuvimos en el gobierno de Bachelet, no sólo no se movió un ápice la estructura de la desigualdad, sino que se coartó la agenda progresista (recordemos, por ejemplo, cómo Hacienda le dobló la mano a Trabajo y no permitió el envío al Congreso de las reformas laborales que eran parte del programa, en las postrimerías del gobierno). La disciplina fiscal se convirtió en dogma.
Puede haber sido un acierto guardar plata durante las “vacas gordas” para gastarlas durante la crisis y no recortar el gasto social, pero el ex Ministro de Hacienda que hoy dice estar disponible para participar en primarias presidenciales, representa la imposición de la economía por sobre la política y la sociedad.
Su extrema “autocomplacencia” le impidió ampliar la mirada más allá del eje económico.
Hoy Velasco considera populismo ampliar la reducción del 7% a todos los jubilados o la extensión del post natal a todas las mujeres, desconociendo que en este último caso los derechos son universales, por lo que no pueden ser focalizados.
Desde el Ministerio de Economía, llaman la atención las declaraciones de Longueira, que ha llegado a afirmar que “hay que poner al mismo nivel los equilibrios macro y la estabilidad social”, cuestionando el dogma que incluso permeó la política económica y fiscal de la Concertación durante 20 años.
Recordemos que en función de los equilibrios macro, durante la crisis asiática del 98 se sacrificó a las pymes -las que producen el 80% del empleo en este país- y siempre se terminó imponiendo la poderosa Hacienda cada vez que se intentó dar un paso más allá en la agenda social y laboral.
Era mucho el miedo que había a que el empresariado dejara de invertir como para estar moviéndoles el piso.
En su primera semana en el cargo, Longueira ha tomado la bandera de defensa de derechos del consumidor arremetiendo contra los empresarios del retail, ha evidenciado una excesiva concentración económica en algunos mercados como el energético, ha propuesto crear un contrapeso a Hacienda y está a favor de una reforma tributaria para orientar recursos a educación.
Para algunos, dado el mal momento que vive el gobierno, su mirada adquiere un carácter populista que pone en riesgo la disciplina fiscal. Pero creer que “la única forma sostenible en el tiempo de que los equilibrios macroeconómicos y la responsabilidad fiscal se consoliden, es poner en la misma categoría también la estabilidad social”, puede situar al gobierno más lejos de un ideario tecnócrata y tal vez le permita encontrar el “relato” que nunca tuvo.
Aunque no deje de ser paradojal que un gobierno de centro derecha termine apropiándose de un discurso contra la desigualdad e inequidad que debió ser la principal bandera de lucha de la izquierda.
Piñera seguramente impulsa esta estrategia no desde un genuino afán de revertir la inequidad de la cual están hastiados los movimientos sociales, sino para diferenciarse del empresariado del cual proviene (aunque el que tiene un origen productivo no lo respete en su carácter de especulador).
Dado que esperaría que su gobierno sea recordado por “haber hecho un cambio profundo en educación y haber avanzado fuertemente en derrotar la pobreza”, no escatimará recursos para conseguirlo. Una reforma tributaria puede servir a sus fines y eso hay que aprovecharlo para instalar la necesidad de mejorar la escasa carga impositiva que paga el gran capital en este país.
Más que la tensión entre subir o bajar el gasto público, el debate que se abre es por aumentar los ingresos fiscales, a través del crecimiento -que nuestro país está experimentando- y del alza de los tributos a las grandes empresas y una rebaja a los impuestos a la clase media. Aprovechando el impulso, habría que revisar el IVA, dado que es un impuesto regresivo que pagan por igual los más pobres y los más ricos.
Dado que pareciera haber consenso en que la educación es un motor indispensable en el camino hacia el desarrollo, invertir en su calidad hace necesario un gasto permanente que debiera financiarse a través de un cambio en la estructura tributaria. En este país, el gran capital tributa muy poco y ha sido mucho lo que Chile le ha dado.
Ya es hora que el empresariado no sólo acepte la reforma tributaria que le debe a la gente, sino que la promueva con fuerza en el objetivo país de que todos los sectores sean partícipes del desarrollo.
El empresariado nunca debiera olvidar que -aunque su aporte sea el capital-, es el trabajo humano el que crea valor y mueve las fábricas, las empresas y servicios de nuestro país cada día.