Es difícil ser crítico en este país. Muchas personas simplemente no soportan a quienes, sin pelos en la lengua, dicen lo que les parece mal.
En nuestra cultura es mejor pensar -y fingir-, como diría Voltaire, que todo está como en el mejor de los mundos. De opiniones honestas y frontales ni hablar. Todo va de medio filo, procurando quedar bien con el resto.
Es cosa de ver lo que dice el informe del Programa Para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) sobre nuestro carácter: “El temor a las diferencias redunda en su ocultamiento en las conversaciones. Ello explicaría el habla ladina, ambigua, oblicua, descomprometida. Pareciera imperar en muchos el principio de que más vale una mala conversación, por ficticia, desigual y superficial que sea, que el conflicto que acarrearía un intercambio honesto sobre lo que se es y se piensa”.
No puede haber diagnóstico más acertado sobre la forma que tenemos los chilenos de relacionarnos. El problema es que el temor a manifestar nuestros puntos de vista sofoca la actividad crítica y ya sabemos que sin crítica no existe progreso ni libertad.
Pasamos por irrespetuoso a aquel que dice lo que piensa –aunque lo haga educadamente-, declaramos extremista o ignorante al que osa advertir que las cosas podrían cambiar para mal –aun cuando sus pronósticos sean razonables- y descalificamos inmediatamente como cerrado e intolerante al que no está de acuerdo con el discurso políticamente correcto que corea el rebaño –aunque tenga razón-.
“Lo único que haces es criticar, pero no propones nada para cambiar las cosas”. Esa frase es un clásico. Desafortunadamente no puede ser más simplista y falaz. Porque la crítica es un fin en sí misma: ella nos obliga a reflexionar, a defender nuestros puntos de vista, a buscar la verdad, en suma, nos obliga a hacer eso que muchos parecen detestar: ejercicio intelectual.
Con la crítica ocurre lo mismo que con el trote: normalmente no trotamos para llegar a alguna parte, sino que trotamos por el bien que nos hace la actividad en sí. No es placentero, pero tonifica nuestros músculos, nos recuerda que la salud mental y física requiere de cierto dolor, elimina las toxinas que atrofian el flujo sanguíneo, nos hace más alerta y finalmente más felices.
Así como del ejercicio físico deriva bienestar corporal y mental, del ejercicio intelectual se sigue un mayor bienestar social. Porque nada puede mejorar si no se diagnostica antes cuál es el problema, sometiendo lo que damos por sentado a un despiadado análisis racional.
Esa es la importancia de discutir de manera honesta. ¿Cuántas opiniones o burdos prejuicios conforme a los cuales dirigimos nuestras vidas resistirían un examen crítico serio?
Sócrates nos enseñó que somos más ignorantes de lo que creemos y no tuvo piedad en dejar en evidencia a los que presumían ser sabios. Por hacerlo fue condenado a muerte.
Y es que la crítica es el presupuesto de la libertad –no suele gustarle a los poderosos ni a las masas políticamente correctas- y su rechazo la fuente de la violencia y la tiranía.
Cuando criticamos obligamos a los demás a reflexionar sobre sus posiciones, sobre su vida y sus ideas, y al hacerlo los arrinconamos contra la verdad, que suele resultar insoportable.