Camila Vallejo, presidenta de la FECH, planteó que “debiese ser la ciudadanía la que realmente responda si quiere un sistema de educación público, gratuito y de calidad.”
Sostuvo que si la clase política, tanto el gobierno como el poder legislativo, no son capaces de resolver la crisis por la que atraviesa la educación, entonces “debe convocarse a un referendo. El pueblo debiera también ser consultado si quiere una Asamblea Constituyente y si quiere renacionalizar los recursos naturales y que las grandes empresas paguen impuestos y financien la educación y la salud”.
A primera vista la idea pareciera estar bien inspirada en valores democráticos. Parece una idea participativa e incluso progresista. Sin embargo, en la práctica esta idea podría convertirse en un riesgo para la democracia. Se trata de un instrumento que fácilmente podría derivar en un ensayo populista por parte de quienes lo implementan. Un plebiscito podría incluso terminar perjudicando a las mayorías y beneficiando a las minorías.
No pongo en duda que la democracia se vincula con el gobierno de las mayorías. Aquello no es el tema. El problema se relaciona con el mecanismo para hacer efectiva esta participación. A grandes rasgos, existen tres grandes opciones.
En la primera, le correspondería al propio poder Ejecutivo a nivel nacional o local la definición de los temas a consultar, el tipo de interrogante y la fecha de convocatoria. Es este el escenario más peligroso por cuanto la autoridad tiene todos los instrumentos para definir qué, cómo y cuándo consultar a la ciudadanía.
Un plebiscito puede convertirse fácilmente en un instrumento de poder de la máxima autoridad para viabilizar su propia agenda política.
Una segunda opción es generar instancias de consulta ciudadana cuando existe un conflicto entre el Ejecutivo y Legislativo, que es lo que hoy existe en la Constitución. No obstante, dicha figura se aplica hoy sólo en casos de reformas constitucionales y se faculta al Presidente para realizar la convocatoria. Por ejemplo, no se contempla que un organismo autónomo defina la forma en que se consultará, ni tampoco el momento en que se realizará la consulta.
Una tercera opción es lo que se denomina “democracia desde abajo”, esto es, la posibilidad que ante leyes aprobadas por el Congreso o la organización ciudadana a partir de la recolección de firmas, se active un mecanismo para la consulta ciudadana, sea esta de tipo local o nacional. En este caso se busca incentivar la organización social en torno a temas específicos, acercándose más al ideal de democracia deliberativa o ciudadana.
En síntesis, importa mucho saber quién activa el mecanismo (¿desde arriba o desde abajo?).
Importa conocer quién definirá la pregunta (¿El Presidente o un cuerpo colegiado autónomo?).
Importa saber el momento en que se producirá la consulta (¿En año electoral?).
Importa conocer los ámbitos en que se preguntará (¿se puede preguntar sobre cualquier tema o se excluyen algunos, por ejemplo, la pena de muerte?).
Finalmente, importa conocer el efecto de la decisión (¿Será vinculante o no?).
La democracia plebiscitaria donde se le otorga al Presidente (o al alcalde) la posibilidad de convocar a un plebiscito sobre cualquier tema de interés ciudadano implica un riesgo cierto de concentración y manipulación de poder. De ahí que otros sistemas políticos han diseñado instrumentos algo más complejos pero que buscan precisamente atenuar la tentación populista.
Así, sostengo que antes que pensar en facultar al Presidente para convocar a un plebiscito, sería mucho más atingente promover otras formas de participación ciudadana; aquellas donde la ciudadanía tiene mayor autonomía para decidir el qué, el cómo y cuándo consultar.