En 1990, el Sename puso en marcha un proyecto cuyo principal objetivo era erradicar a los niños de las cárceles. En esa época muchos niños eran enviados por las juezas de menores a las cárceles, no sólo por ser infractores, sino también por razones de protección.
Así, en Santiago, niños que requerían ser protegidos por estar a cargo de adultos negligentes o incompetentes; abandonados o por vagar o mendigar en las calles, entre otras diversas situaciones de vulneración de derechos, eran enviados a la Torre 4 de la cárcel de Puente Alto mientras se resolvía su destino final.
Allí convivían con niños que esperaban su declaración de discernimiento por haber infringido la ley penal. En la primera etapa del proyecto, realizamos un diagnóstico aplicando entrevistas a los niños recluidos en dicho penal y nos desplazábamos a sus domicilios para entrevistar a las familias y evaluar su entorno.
El proceso derivó en 1994 a la promulgación de la Ley 19.343, de “Erradicación de los niños de las cárceles”, que estableció centros de privación de libertad especial para ellos, como los Centros de Observación y Diagnóstico destinados a adolescentes privados de libertad inculpados de un crimen o simple delito, donde permanecían a la espera del examen de discernimiento y la resolución del juez.
Por su parte, los Centros de Tránsito y Distribución serían el lugar para los niños de menor edad, vulnerados en sus derechos o infractores de ley. Sin embargo, la situación no se resolvió y, especialmente en regiones, los niños siguieron yendo a secciones habilitadas para ellos en cárceles de adultos. En 1990 el promedio mensual de niños/as en recintos de Gendarmería era de poco más de 500, cifra oscilante que alcanzó su mínimo en 1995 para volver a cerca de 500 diez años después.
En esa época la pregunta era ¿por qué las juezas/es suponían que un niño estaba más seguro en la cárcel que en la calle? Considerando que en la cárcel el riesgo de maltrato y abuso físico, psicológico y sexual era cierto e inmediato.
¿Cómo hacíamos entender al “sistema” que los niños que escapan de sus casas a temprana edad, lo hacen huyendo precisamente de esa certeza e inminencia del maltrato y el abuso?
Hoy, 23 años después, las interrogantes siguen vigentes. Así lo demuestran las declaraciones de los niños que pasaron por el Hogar Villa San Luis en la Región de Aysén, relatando los abusos que sufrieron por largo tiempo en ese hogar al que fueron enviados por el Estado para ser protegidos.
Según el fiscal de Coyhaique “…no hemos obtenido pruebas para contrastar el relato…pero no puedo decir que esto no ocurrió”. Simple, mientras ellos no obtengan pruebas concordantes con el relato de los niños, éstos deben seguir esperando.
¿Qué hay de la concordancia entre los distintos relatos? Así, en un caso que tiene más de 10 años –ya sobreseído una vez-la justicia aún no ha sancionado a nadie. Aunque el Sename está legalmente obligado a poner en conocimiento del Ministerio Público cualquier hecho que revista carácter de delito, ello no ocurrió oportunamente, según declaran los funcionarios que en esa época informaron hasta el más alto nivel institucional de los abusos y violaciones sufridas por los niños y niñas al interior del hogar.
A lo anterior se suma el escándalo provocado por el estudio realizado por el poder judicial y la UNICEF, donde se constata la recurrencia de maltratos y abusos en diversos centros dependientes del Sename a lo largo del país.
Pero ésta es la mácula en la historia del Sename.
Basta dar una rápida mirada a algunos hechos ocurridos en centros de su dependencia que muestran incompetencia, negligencia y otros niveles más graves de responsabilidad de parte de quienes tienen a su cargo el cuidado y atención de los niños más vulnerados entre los vulnerables del país.
En 1993 murieron asfixiados 3 niños en un Centro de Ovalle; en 1994 8 niños murieron en La Serena por inhalación de gases, y 5 en Concepción y Santiago en situaciones de incendio; en 1996 una niña de 15 años murió en una celda de castigo en el Centro de Tránsito y Distribución de Puerto Montt (detenida por vagancia); en 1999, 8 adolescentes fallecieron en Temuco al incendiarse el CTD Alborada luego de un motín; en 2006, 8 niños murieron en un incendio en el Centro de Rehabilitación Conductual “Tiempo de Crecer” de Puerto Montt, donde permanecían en forma transitoria niños entre 14 y 18 años, con medidas cautelares bajo la nueva ley de responsabilidad penal adolescente.
Esto es lo que inevitablemente vemos, ya que las muertes son imposibles de ocultar, pero la escena cotidiana se completa con otras graves violaciones a los derechos de estos niños/as que siguen siendo víctimas de un sistema cuya precariedad material y humana está lejos de cumplir con los estándares internacionales con que el país se ha comprometido.
Para algunas autoridades este ha sido un “tema” que es mejor no tocar porque sería como abrir la caja de pandora; otros se han aferrado a la estrategia de que “las malas noticias en estas materias duran máximo 72 horas…”, y sólo hay que esperar que otro hecho concentre el interés de la ciudadanía.
El problema no se solucionaba con la Reforma Penal Adolescente. Ha fallado la voluntad política para abordar el problema de los adolescentes infractores y de los que requieren protección del Estado.
Hace falta una política general de infancia, que considere a los niños y adolescentes no sólo cuando son detectados como sujetos de atención porque la mentada protección familiar no funcionó, o porque el abandono emocional y físico, maltrato y abuso, no los han habilitado para adecuarse a la norma y convertirse en buenos ciudadanos.
El Estado debe terminar con el estigma que significa haber “pasado por el Sename”, tal como lo señalamos insistentemente a comienzos de los 90. Resulta intolerable que con recursos del Estado -y bajo el pretexto de proteger, (re)habilitar y reinsertar- se perpetúe el drama de tantos niños y niñas.