La ley será respetada por todos. Tal es el presupuesto de una sociedad organizada, especialmente en el caso de las democracias, por restringidas que éstas sean.
La ley representa una especie de marco mínimo al cual los ciudadanos ajustan su conducta, entendiendo que, como ha sido definido en doctrina y texto, es una manifestación de la voluntad soberana que manda, prohíbe o permite.
Cuando la ley manda, todos deben obedecer.
Cuando la ley prohíbe, todos deben abstenerse de la conducta prohibida.
Cuando la ley permite, quien está autorizado puede actuar, pero no está compelido a hacerlo. Yo puedo virar a la izquierda, pero no estoy obligado, ya que puedo seguir derecho por la misma calle.
La ética es más exigente que la ley, pues apela al mínimo común del buen comportamiento humano, distinguiendo entre las buenas conductas y las malas conductas.
Quiero decir, con esto, que si alguien burla la ley o la incumple, está realizando una conducta ilegal y por lo tanto susceptible de ser sancionada de alguna forma. Pero si alguien infringe la ética, sólo puede recibir un reproche que está en el terreno de lo moral, de lo espiritual, de lo cultural o de lo emocional.
Cuando un juez – o varios jueces – resuelven un asunto con estricto apego a la ley, puede suceder que estén afectando una norma ética que, desde una perspectiva espiritual y social, puede ser más relevante. Pongamos por caso que una ley autorizara la tortura como castigo.
Esa disposición puede estar vigente, pero un juez que aprecia el valor de la persona humana no puede condenar a nadie a esa penalidad y si la ley no le da una alternativa y el caso no puede ser absuelto, ese juez debe excusarse de resolver, para que otro ocupe su lugar.
Probablemente deje de ser juez, pero seguirá siendo un hombre íntegro.
En casos menos extremos, hay jueces que pueden excusarse pues aunque la ley los autorice a resolver un asunto, sus intereses pueden condicionar su forma de interpretar la ley. Lo que sucederá es que otro juez, sin intereses comprometidos, conocerá y fallará el asunto, pudiendo satisfacer la necesidad de resolución que las partes reclaman.
En el caso de dos ministros de la Corte Suprema a propósito de los recursos contra la represa que se quiere construir en Aysén, ellos, directa o indirectamente, tienen intereses comprometidos, de tal modo que lo aconsejable era que, siendo un asunto controvertido y sujeto a interpretaciones, se inhibieran de sentenciar, pues se corre el riesgo de que interpretaran en favor de sus intereses movidos subliminalmente por ellos.
Hay un instante en el que nuestra independencia se ve limitada aunque no siempre nos demos perfecta cuenta de la situación. La prudencia indica que es mejor dejar el lugar a otro que, a todas luces, tiene total independencia.
Son ya demasiados los conflictos de interés que se ven en nuestra sociedad y lo que ha sucedido con estos ministros del más alto tribunal de la República nos vuelve a situar en el delicado terreno de lo permitido y lo adecuado.
No todo lo que la ley permite es conveniente, ni menos aun está obligado a ello, existiendo la posibilidad de que otra persona tome la decisión.
No pienso que estos ministros – o por lo menos Pierry a quien conozco desde hace muchos años – necesariamente haya cometido prevaricación, pero creo que se le hace un daño no sólo a la causa ganadora – cuya posición relativa queda cuestionada socialmente – sino a la sociedad entera, que puede sentir, como yo, que se ha hecho prevalecer una norma por sobre la ética, dejando que lo formal predomine sobre el fondo de las cosas.
El riesgo es que muchos dirán que si los máximos jueces pueden actuar así, por qué otros no.
Y el deterioro de la democracia avanza.