“Todo juez prestará juramento al tenor de la fórmula siguiente ¿Juráis por Dios Nuestro Señor y por estos Santos Evangelios que, en ejercicio de vuestro ministerio, guardareis la Constitución y las Leyes de la República?”
El interrogado responderá: “Sí, juro” y el magistrado que le toma el juramento añadirá: “Si así lo hiciereis, Dios os ayude, si no, os lo demande”.
Más allá de lo cuestionable de mantener vigente una fórmula de este tipo en una República laica, lo relevante es que cada juez hace suyo el compromiso de guardar la Constitución y las leyes de la República al asumir su cargo.
Es la ley entonces la que “manda” a los jueces y a quienes éstos deben fidelidad.
Esta ley entrega a los jueces un mandato de imparcialidad, que significa ponerse en posición de equidistancia de los intereses en juego para resolver el conflicto.
Y desde esta posición de imparcialidad deben decidir qué pretensión acogen y cuál desechan, siguiendo las pautas que fijó la ley para el caso particular.
Estas afirmaciones, válidas para cualquier ámbito jurisdiccional, son especialmente relevantes en la función que cumplen los Jueces de Garantía.
Consciente de que estamos hablando de un asunto complejo, quisiera recurrir a un terreno más familiar para facilitar la comprensión de la labor del juez de garantía.
En el campeonato de 1994, a cuatro fechas de la final, Universidad de Chile y Universidad Católica disputaban el Clásico Universitario, partido decisivo para la obtención del título, en el cual la «U» venció 1-0 al cuadro cruzado, con anotación de Marcelo Salas.
La tabla final muestra que ese año el cuadro azul se hizo del preciado triunfo por una diferencia de un punto con la Universidad Católica. Los cruzados de la época –y algunos hasta el día de hoy – acusan que la anotación de Marcelo Salas fue obtenida en clara posición de adelanto, infracción que –si existió- no fue cobrada por el árbitro.
El escenario del juicio jurisdiccional es en algún modo similar al del juego favorito de los chilenos, el fútbol, ya que se enfrentan dos equipos (fiscales y defensores) y las decisiones que deben ser tomadas en su desarrollo corresponden al árbitro/juez.
¿Cómo toma las decisiones el árbitro frente a las jugadas polémicas?
Aplicando a los hechos que se desarrollan en la cancha las reglas del fútbol, las mismas que rigen en todo el mundo y cuya actualización está a cargo de la International Football Association Board.
Al igual que el juez de garantía, el árbitro se somete a reglas definidas por otros y su rol se reduce a aplicar la normativa a lo que sucede en la cancha.
En esta labor y a la velocidad exigida el árbitro/juez observa atento las maniobras, vigila el comportamiento de los jugadores, despacha instrucciones, exige, manda, reprime conductas, amenaza con expulsión, castiga en proporción a la falta.
Atento el ojo avizor corre, suda, sospecha, no es amigo de nadie, ni menos enemigo.
Siempre está solo, de espaldas a la hinchada que lo aplaude, pifia, abuchea, reclama, aunque sabe -sin lugar a dudas él y todos saben- que el partido no puede jugarse sin él.
Sin ser especialmente entendida en fútbol no me es difícil imaginar la ira y frustración de los hinchas de la UC en ese Clásico Universitario, y se necesita poca imaginación para suponer los epítetos que se prodigaron a la actuación del árbitro.
¿Que se equivocan, que algunos son más o menos estrictos que otros en la aplicación de las reglas del juego, acarreando en cada ocasión el tremendo perjuicio de permitir un gol que debió anularse o, cobrando una falta que impidió el gol del triunfo?
Todo ello es posible. Pero al árbitro se le ha entregado el poder de decidir conforme su recto saber y entender.
Lo que no parece posible es que algún frustrado hincha o incluso los dueños del equipo perjudicado cambien las reglas que rigen el juego.
Tampoco pareciera plausible presumir que alguien haya visto con buenos ojos establecer un sistema para controlar en lo sucesivo al plantel de árbitros conforme las infracciones que le cobre al equipo de sus amores.
Lo cierto es que los Clásicos siguen sucediéndose año tras año con las mismas reglas, bajo el control del árbitro respectivo, y se siguen aceptando –mal que nos pese- como válidas las decisiones por ellos tomadas.
En el escenario del procedimiento penal las decisiones se han entregado a los jueces, a quienes se prepara durante años para que se especialicen en mediar entre la universalidad de la ley y los hechos del caso.
Las leyes son “las reglas del juego” y no son modificables por el juez, sino que en su desempeño les debe total lealtad.
¿Que se equivocan, que algunos son más o menos estrictos que otros en la aplicación de las reglas del juego, acarreando en cada ocasión el tremendo perjuicio de dar lugar a una petición que, a juicio del oponente debió desestimarse o, por el contrario, negar una solicitud que a todas luces, para el peticionario resultaba procedente?
Todo ello es posible, pero al juez se le ha entregado el poder de decidir conforme su recto saber y entender.
Lo que resulta desconcertante es que en este ámbito a más de alguien se le ocurra que es razonable exigir al juez que tome sus decisiones bajo una preferencia por una de las partes concurrentes, a contrapelo de su rol institucional.
El rol institucional del juez exige imparcialidad. Pero incluso a veces, frente a pautas legales con amplios espacios de indeterminación le impone, a través de normas especiales, aplicar una suerte de “ley de ventaja” para el imputado.
De eso tratan, más o menos, el principio pro reo, la presunción de inocencia, la carga de la prueba para el ministerio público y el estándar de convicción condenatoria más allá de toda duda razonable.
Se dice a los jueces de garantía que deben aplicar a los casos que conocen “todo el rigor de la ley”, sin entender que es eso precisamente lo que hacen cada vez que exigen que se respeten los derechos de los imputados, cada vez que rechazan una petición de prisión preventiva sin fundamentación suficiente, cada vez que presumen inocente a alguien respecto de quien no es posible sustentar su culpabilidad en evidencia suficiente.
La ley es rigurosa en garantizar los derechos de todos los ciudadanos.
Para la ley no hay ciudadanos de segunda clase, pues todos somos iguales en dignidad y derechos, por lo cual donde un observador ve a un delincuente, el juez debe ver, por mandato legal y constitucional, a un igual que espera por su decisión.
Supimos que no sería fácil guardar la Constitución y la ley al mismo momento en que prestamos el juramento de rigor pues en nuestros oídos retumbó sordamente la advertencia: “Si así lo hiciereis, Dios os ayude”.