Nada más propio del fin de un año que repasar lo hecho y lo que no, y a partir de ello hacerse de nuevos y vigorosos propósitos para el período que recién comienza. Este ejercicio a nivel personal alcanza los diversos vericuetos de los ámbitos y lazos más bien íntimos y, a nivel profesional se desarrolla marcadamente en el espacio social y público.
Pero hay algunos hitos que tienen un sabor y una textura de alcance más bien universal. Son esos episodios que desarrollándose preponderantemente en uno de estos ámbitos extiende sus efectos hacia el otro y se permite alojar en la vida de quien los vivencia para perdurar más allá de los 365 días del año en que éste se produce.
De este tipo es el hito acaecido en septiembre de 2013 que comentaré en estas líneas.
Pero antes de entrar de lleno en lo anunciado, o tal vez precisamente para lograr profundidad en el análisis debo señalar que a fines de agosto expuse una tesis en el Seminario internacional sobre Políticas Públicas de Derechos Humanos y Género en los Poderes Judiciales Latinoamericanos que es importante tener presente (aún cuando requiere de una necesaria “actualización” a la que aludiré) para apreciar la importancia, pero a su vez los límites del hito en cuestión, en el que la Judicatura, expresada a través de sus dos institucionalidades principales, la asociativa, Asociación Nacional de Magistrados y la organizacional, Corte Suprema, hizo un mea culpa a la vez que ofreció garantía de no repetición con su compromiso de nunca más, en relación a lo que fue su participación en las violaciones a los derechos humanos durante la Dictadura.
La tesis trató de un análisis sobre las condiciones de probabilidad de que los jueces puedan dar tutela efectiva a los derechos fundamentales de todas las personas.
Para hacer el análisis expuse el argumento que desarrolla la Dra. en Ciencia Política Estaunidense, Lisa Hilbink, en su libro Judges beyond politics in democracy and dictatorship. Lessons from Chile. Cambridge, 2007.
Quien ha tenido la oportunidad de leer este estupendo libro sabe que la pregunta central que buscó responder es la siguiente, ¿por qué los jueces chilenos, que habían sido entrenados y nombrados por gobiernos democráticos facilitaron, a la vez que legitimaron, las políticas autoritarias durante la Dictadura del General Pinochet?
También lo pone de esta otra forma, ¿por qué en un país de extensa tradición democrática y de respeto hacia la legalidad, un país cuyo movimiento por los derechos humanos fue uno de los más fuertes del continente, los jueces no hicieron ningún esfuerzo oficial para defender los principios y prácticas democrático-liberales, no solo bajo el régimen de Pinochet, sino hasta bien entrada la década de 1990?
Para responder esta interrogante, el libro consulta los debates de Derecho Público y Política Comparada que abarcan las raíces del comportamiento judicial, la definición y los límites de la independencia judicial, y la forma en que el rol del juez debiese ser concebido y construido para promover el Estado de Derecho y la defensa de los derechos individuales.
A ello suma una acuciosa investigación en la que aborda el estudio del desempeño judicial en Chile desde 1964 hasta el año 2000 demostrando que las preferencias políticas personales, la filosofía legal imperante, los intereses de clase y las variables propias del régimen no son suficientes para explicar el comportamiento colaboracionista.
La investigación entrega una respuesta que evidencia la importancia del diseño institucional.Hilbink muestra con solidez la relación existente entre una determinada estructura organizacional de la judicatura, la ideología reforzada por la misma y, la capacidad de los jueces de ejercer (o no) el rol de garantes de los derechos y libertades de las personas.
Específicamente, argumenta que la estructura e ideología institucionales de la judicatura chilena en conjunto provocaron que fuera altamente improbable que los jueces estuvieran dispuestos y/o capacitados para tomar postura en defensa de los principios democráticos y liberales.
Cuando se habla de la estructura institucional, se hace referencia a las reglas formales que determinan la relación de los jueces entre sí y con otras ramas del Estado.
Acá son particularmente importantes las reglas que gobiernan la carrera judicial, esto es, las reglas que tratan acerca del nombramiento, el ascenso, la remuneración y la disciplina.
Cuando se habla de la ideología institucional, en cambio, se hace referencia a la comprensión que se tiene del rol social de la institución de la que los jueces forman parte, cuyo contenido es mantenido a través de sanciones formales y de normas y códigos informales dentro de dicha institución.
La investigación demuestra que las reformas estructurales de la década de 1920 sirvieron para suspender la evolución del entendimiento de la ley, la sociedad y del rol judicial, y paralizarlo en uno del siglo diecinueve. La rígida jerarquía establecida por estas reformas empoderaron a los miembros conservadores de las altas cortes, en particular de la Corte Suprema, para reforzar y reproducir sus propias perspectivas a través de la disciplina y de las promociones dentro de la institución.
Es así como producto de esta investigación se afirma que mucho antes de que el General Pinochet entrara en escena, el escenario ya se encontraba dispuesto para la cooperación del Poder Judicial para con el régimen. Esto, debido a la configuración institucional de la judicatura, en la que los jueces fueron, primero ideológicamente y luego estructuralmente, separados de la vida política, lo que desincentivaba el pensamiento independiente y la innovación y, en su lugar, reproducía el conservadurismo y la conformidad.
La autora dedicó un extenso capitulo a analizar el rol político del Poder Judicial durante los años de la dictadura, destacando la continuidad de su pasado pre autoritario. En particular, el capítulo demuestra cómo las características institucionales del Poder Judicial (su estructura e ideología) facilitaron la capitulación judicial y la cooperación con el régimen militar.
Desde el primer día de la dictadura, los ministros de las altas cortes demostraron una clara disposición a apoyar la agenda “anti-política” del gobierno militar y la Corte Suprema siguió manteniendo un tremendo poder sobre la jerarquía judicial, a través del cual indujo al conservadurismo y a la conformidad a los Ministros de Corte de Apelaciones y a los jueces de primera instancia.
La Corte Suprema no solo destituyó rápidamente del servicio a aquellos jueces que habían demostrado simpatía por la administración de Allende, sino que también dejó muy en claro que cualquiera que cuestionara la legitimidad de las tácticas del gobierno militar era sospechoso de querer “politizar” la justicia y comprometer el Estado de Derecho.
La Corte Suprema desincentivó continuamente cualquier esfuerzo en defensa de los derechos, a través de la asignación de competencia a la justicia militar, la anulación de decisiones no conformistas y la acción disciplinaria en contra de los pocos jueces que rehusaron mantenerse en fila.
Sus esfuerzos se vieron facilitados por la largamente vigente ideología del Poder Judicial chileno, de acuerdo a la cual los jueces deben permanecer “apolíticos”.
En este escenario institucional, incluso los jueces demócratas estaban, salvo excepciones, poco deseosos de tomar una abierta postura conforme sus principios en los casos llevados contra las leyes y prácticas autoritarias.
Desafiar las decisiones de la Junta Militar, autoproclamada guardiana del interés nacional, simultáneamente violaría su deber profesional de mantenerse apolítico y haría peligrar sus posibilidades de avance en la carrera.
El Poder Judicial chileno, entonces, no solo falló en contribuir a la defensa de los derechos humanos cuando esa defensa se necesitaba con urgencia, sino que proveyó un manto de legitimidad para el régimen de Pinochet.
Las crudas pero inobjetables palabras del vocero de la Excma. Corte Suprema, escuchadas por todos los chilenos en el mes de septiembre en una entrevista televisada, aceptando sin dejar margen de duda que la Corte Suprema de la época de la Dictadura fue golpista, nos hace fácil las cosas en torno a discernir el tipo de ideología que la dominaba: una ideología que, en palabras de Hilbink, explica el activismo conservador que dejó traslucir en la etapa previa al golpe de estado y su colaboracionismo posterior.
Esta ideología hizo una alianza perfecta con las características estructurales, ordenadas alrededor de las facultades de Superintendencia que posee la Corte Suprema, las que ejercidas en el contexto de la organización vertical y altamente jerarquizada, comunicaron un claro mensaje al resto de la judicatura, es decir, a todos los jueces “subordinados”: no problematizar, cuestionar ni menos limitar el ejercicio del poder que la cúspide estimaba legítimo.
Esta predisposición de la Judicatura, especialmente de la cúspide, se manifestó en materia cautelar en que de 5.400 recursos de Amparo entre 1973 y 1983 sólo 10 fueron acogidos.
De otra parte, en materia de Justicia Militar la Corte Suprema renunció -contra la doctrina tradicional- a ejercer sus facultades de revisión jurisdiccional y de Superintendencia (que sostuvo incluso en la Guerra del Pacifico respecto de sentencias dictadas por el General Jefe del Ejercito de Ocupación de Chile en Perú) manteniéndose al margen de los Tribunales de Guerra que entre 1973 y 1976 dictaron y ejecutaron casi 200 penas de muerte, antecedentes todos acuciosamente detallados en el libro que venimos comentando.
En palabras de Hilbink, la renuncia de la Corte Suprema a su jurisdicción sobre las apelaciones de casos llevados por los tribunales de guerra y su disposición a entregar casos al sistema de justicia militar cada vez que este lo requería, permitió, bajo el disfraz de la legalidad formal, una práctica que se encontraba en disonancia fundamental con incluso la más básica de las definiciones de Estado de Derecho.
De otra parte, a pesar del hecho de que los abogados de derechos humanos apelaban constantemente a la Constitución en defensa de las víctimas del régimen, los ministros no estuvieron dispuestos a acoger sus razonamientos.
De hecho, en diciembre de 1974, cuando la junta emitió el Decreto Ley No. 788, estableciendo que todos los decretos ley previos que se encontraran en contradicción con la Constitución, debían ser considerados una modificación de esta, la Corte aceptó rápidamente la proposición.
En recursos de inaplicabilidad subsecuentes y en otros casos en los que los argumentos presentados fueron relativos a la inconstitucionalidad de los decretos ley más tempranos, la Corte simplemente declaró que cualquier decreto ley emitido entre el 11 de septiembre de 1973 y el día en que fue emitido el Decreto Ley No. 788, estaba imposibilitado de contradecir a la Constitución de 1925, dado que “es necesario aceptar que [estas leyes] tenían y siguen teniendo la calidad de modificaciones tácitas y parciales” de la Constitución.
Estimo que llegados a este punto es fácil advertir que un análisis de este tipo es de primera importancia para comprender el impacto de los acontecimientos conocidos en el mes de septiembre en lo relativo a la judicatura en nuestro país, aunque también sus limitaciones.
En efecto. Si Hilbink tiene razón y efectivamente existe una relación importante entre la configuración institucional del Poder Judicial –su estructura y su ideología- y la real posibilidad de que los jueces cumplan el rol de garantes de los derechos fundamentales de todas las personas cabe preguntarse por el actual estado de cosas, ¿es hoy la estructura e ideología judicial diferente a la vigente en el período analizado por la autora?
Sobre la estructura organizacional cualquiera cercano al mundo judicial sabe que la matriz frecuentemente caracterizada como monárquica se ha mantenido estable en sus notas principales y es así como en la cúspide de la organización siguen concentradas las funciones jurisdiccionales y de gobierno, manteniendo la Corte Suprema a través de la Superintendencia el control sobre la carrera de todos los jueces, conforme sus amplias facultades discrecionales en lo tocante a las calificaciones, promociones y disciplina.
Pero sobre el segundo punto en análisis, esto es, la ideología judicial podemos decir que ha habido un hito que nos habla de un cambio de importancia, a partir de septiembre de 2013.
Hidalgamente he debido revisar mi postura sobre este punto, que apenas en el mes de agosto en el Seminario aludido al inicio de esta columna se inclinaba más bien por apreciar la existencia de antecedentes que indicaban que la ideología interna no había variado sustancialmente.
Estos antecedentes, entre otros se referían a las respuestas oficiales dadas por la Corte Suprema a lo informado por las Comisiones Rettig y Valech, y a nivel interno, tomaban en consideración la decisión de sancionar en el año 2005 a un juez por un Trabajo de Tesis que abogaba por la incorporación del enfoque de derechos humanos en la Judicatura, a la vez que proponía medidas concretas para el reposicionamiento ético del Poder Judicial dentro de la sociedad chilena en el contexto transicional.
Este comportamiento institucional de la Corte Suprema -sostuve en agosto- obligaba a preguntarse, ¿si la estructura institucional y la ideología interna no han cambiado sustancialmente, existe realmente una garantía de no repetición?
Pero llegó septiembre y sus aires primaverales trajeron un remezón de gran envergadura en la conciencia moral de todos los chilenos, el que en la Judicatura cristalizó en una Declaración Pública expedida por la Asociación Nacional de Magistrados en la cual se sostuvo que “El Poder Judicial y, en especial, la Corte Suprema de la época, claudicaron en su labor esencial de tutelar los derechos fundamentales y proteger a quienes fueron víctimas del abuso estatal.”
Dicho lo anterior, como Asociación Nacional de Magistrados, se estimó que llegaba la hora de pedir perdón a las víctimas, sus deudos y a la sociedad chilena por no haber sido capaces, en ese trance crucial de la historia, de orientar, interpelar y motivar a la institución gremial y a sus miembros, en orden a no desistir de la ejecución de sus deberes más elementales e inexcusables, a saber, el cumplimiento de la función cautelar que en sí misma justifica y explica la existencia de la jurisdicción.
En esta Declaración se explicitó que “este perdón constituye la genuina expresión de un compromiso férreo y claro en el presente y hacia el futuro de nuestra judicatura con la tutela, protección y promoción de los derechos fundamentales de la persona humana, incluso y muy especialmente en contextos en los cuales estos se vean más expuestos y vulnerables, como garantía de que nunca más a las personas que habitan el territorio de nuestro país les será vedado el acceso a la justicia.”
Pero la acción no quedó ahí, sino que la Asociación de Magistrados invitó a la Excma. Corte Suprema a realizar también la necesaria reflexión crítica en relación con sus propias actuaciones y omisiones del pasado, mediante las cuales no dispensó a los perseguidos ni a las víctimas la protección jurisdiccional que tanto y reiteradamente le fue reclamada, recibiendo una respuesta más que satisfactoria, pues el Pleno de la Corte Suprema hizo lo suyo, explicitando el reconocimiento de lo que calificó como dejación de funciones jurisdiccionales, al negar efectiva tutela judicial a los afectados.
En esta Declaración del Pleno del máximo Tribunal se imputa, además, a la Corte Suprema de la época haber arrastrado con su accionar a parte de la judicatura del país, punto que no siempre es suficientemente relevado.
Esta imputación no es gratuita. La Corte Suprema es consciente de su poder de influencia en el comportamiento judicial.
La Corte Suprema sabe, como sabe cada uno de los miembros de la Judicatura que un juez –salvo notables excepciones- no contradice aquello que asienta la Corte Suprema.
La estructura judicial está justamente pensada para que ello no ocurra, en su diseño de configuración de matriz monárquica absolutista.Y eso vale para todo tipo de decisiones que deban tomar los jueces, lo que significa que el mandato de sujeción a la ley que es esencial en un estado democrático de derecho en su rol de garantía ciudadana no se encuentra suficientemente asegurado por las condiciones institucionales.
Retomando, entonces la pregunta ¿es hoy la estructura e ideología judicial diferente a la vigente en el período analizado por Hilbink? Digo que la Declaración Pública efectuada por la Asociación Nacional de Magistrados habla sin lugar a dudas de una ideología distinta, de una comprensión republicana del rol del juez sustentada en el respeto por los derechos fundamentales.
La declaración del Pleno de la Corte Suprema avanza en la misma línea, instando a todos los jueces de la República al reconocimiento y promoción de los Derechos Humanos.
Es el Nunca más de la judicatura, que contiene las luces de una promesa de no repetición.
Sin embargo, la estructura organizacional sigue intocada en sus aspectos fundamentales y esta constatación nos pone en advertencia acerca de las reales posibilidades de que esta promesa sea cumplida bajo ciertas circunstancias: he aquí las sombras del hito más relevante del año en el ámbito judicial.
No quiero restar importancia a una acción respecto de cuya entidad y corrección poseeo certeza moral, y en cuya generación tuve el honor de participar directamente.Pero valorando este hecho como el más importante del año 2013 y mirando hacia el 2014 no puedo dejar de puntualizar que el proceso está incompleto, pues se requiere todavía de una profunda discusión y avance de las reformas estructurales que la organización de la judicatura chilena necesita para asegurar una real sujeción del juez a la ley.
Solo entonces la judicatura estará en posición de dar una real garantía de tutela de los derechos fundamentales de todas las personas.