Una situación excepcional ocurrirá en Gran Bretaña el próximo 18 de septiembre. Aquel día, 4.1 millones de residentes escoceses mayores de 16 años y registrados para votar tendrán el derecho de participar de un referéndum que plantea la siguiente pregunta: “¿debe Escocia ser un país independiente?”.
Las dos únicas alternativas, “Sí” y “No” sintetizan, por un lado, el anhelo del actual Partido Nacionalista Escocés de convertir al país en Estado independiente a partir del 2018; y, por otro lado, la alianza de las principales fuerzas políticas británicas que desean continuar con la actual configuración del Reino Unido.
Si bien éstos últimos confían en que la opción “No” será la mayoritaria, han tenido que asumir con preocupación que las tasas de apoyo a su causa salieron de una zona de confort: desde principios de agosto, diversas encuestas dan cuenta de la ligera tendencia al alza que marca el “Sí”, campaña que ya anota entre el 32% y el 42% de las simpatías en distintas mediciones.¿Será posible que ingleses y escoceses den término a más de 300 años de unión política? La clave está en los detalles del proceso.
Lo primero que hay que aclarar es por qué el gobierno británico aceptó la celebración de un referéndum de esta naturaleza. La autorización de consultas independentistas en una región administrativa no es una práctica común que los Estados generalmente adopten.
Sin embargo, cabe convenir que el Reino Unido posee una estructura política algo inusual.En efecto, las tradicionales categorías de Estado unitario o federal no explican del todo la unión de “naciones” que existe en las islas británicas bajo una sola corona y -siglos después- también en torno a un parlamento.
Quienes han estudiado su construcción política rescatan también la gran capacidad de resiliencia y adaptabilidad que han mostrado sus instituciones para hacer frente a enormes cambios, incluyendo dos guerras mundiales y la pérdida de enormes extensiones coloniales.
Es dentro de esos procesos que corresponde incluir la política de devolución de ciertos poderes legislativos que Londres ha emprendido no sólo con Edimburgo hace casi 15 años (y que hoy le permiten tener un gobierno y parlamento local), sino que también con Belfast y Cardiff, las respectivas capitales de Irlanda del Norte y Gales.
En ese sentido, el “Acuerdo de Edimburgo” suscrito el año 2012 entre el First Minister escocés, Alex Salmond, y el primer ministro británico, David Cameron, y qué selló la celebración del próximo referéndum debe entenderse dentro de este marco general de readaptación “pragmática” y política de devoluciones que ya ha empleado previamente el Reino Unido como vía de respuesta.
Pasemos a los temas que se han tomado el debate. El objetivo del gobierno de Salmond ha sido el de convencer a los votantes sobre la viabilidad y bienestar que vendría con el nacimiento del nuevo Estado.
A través de un “Libro Blanco” de 670 páginas publicado en noviembre del año pasado, los nacionalistas afirman que una Escocia independiente sería no sólo un Estado más democrático, más próspero y más equitativo en términos de distribución del ingreso que la condición que actualmente sostienen al interior del Reino Unido -una sociedad igualitaria a la “nórdica” es el modelo que recurrentemente aparece como analogía-, sino que además rápidamente se situarían como una de las naciones con mejor ingreso per cápita del mundo, gracias a los ingresos del petróleo, el turismo y su bebida estrella, el whisky.
El pilar bajo el cual descansa tal promesa de bienestar está fundamentalmente en los ingresos fiscales provenientes por la explotación del petróleo del Mar del Norte, los que hoy son controlados por Westminster.
Una ‘línea media’ divisoria de la plataforma continental del Reino Unido dejaría a Escocia con el control del 96% de la actual producción de petróleo en alta mar y el 52% de la producción de gas, lo que equivaldría al 57% de las reservas de petróleo de la Unión Europea (recordemos que Noruega no es miembro de la Unión).
Algunas proyecciones estiman que los ingresos de Edimburgo por la explotación de los hidrocarburos alcanzarían los 88 mil millones de libras, aunque analistas más cautos matizan dichas proyecciones señalando que los ingresos tributarios que recaudaría el gobierno escocés están asociados al volátil valor del commodity en el mercado.
Además, en Londres podrían argumentar diversos motivos para exigir que la cuota de repartición sea más favorable que la anhelada por los nacionalistas.
Otro de los temas que ha estado muy presente tiene que ver con la moneda a adoptar. El “Libro Blanco” propone seguir con la libra esterlina y suscribir una unión monetaria con Londres asegurando, de paso, el escenario que prefieren la mayoría de los escoceses, quienes tienen poco interés en abrazar el euro u otra divisa.Sabiendo que este asunto es de su entero control Londres ha puesto en duda durante la campaña que dicho acuerdo pueda alcanzarse. Además, argumentan, ¿el hecho de depender de los lineamientos de un Banco Central “extranjero” no plantea una razonable duda sobre el valor de convertirse en Estado independiente?
Otro capítulo involucra a la defensa. Si bien los nacionalistas proponen mantener como Jefe de Estado a la corona británica, su plan señala la división de las actuales Fuerzas Armadas.Más importante aún, Edimburgo ha prometido que no permitirá que la actual plataforma de defensa nuclear submarina –conocida como Trident- continúe operando en sus aguas, algo que pondría entredicho el prestigio futuro del Reino Unido remanente, situación que no agrada para nada en Washington que ve a Londres como su socio más confiable en materias de seguridad internacional.
En uno de los temas en los que menos certeza hay es sobre la promesa de Edimburgo de ser aceptados exitosamente-y en breve plazo- en la Unión Europea.
Los nacionalistas escoceses argumentan que el proceso de reingreso será expedito, pues ya forman parte de la organización como ciudadanos británicos y sobre su territorio están vigentes todos los acuerdos de la Unión.
Sin embargo, tanto funcionarios de la Comisión Europea como representantes de los Estados miembros han enviado señales contradictorias sobre si, primero, Escocia debiese o no iniciar el proceso de adhesión desde cero y, segundo, qué chances tiene de ser aceptado como el Estado número 29. Todo indica que la inédita (re)postulación deberá ser formalizada como una solicitud más y, por ende, la duración de su tramitación -y su hipotética aceptación- dependerá de factores más bien políticos que legales,ya que no está claro que la unanimidad de los miembros actuales se incline favorablemente por su incorporación.
Por ejemplo, el asunto es de especial interés para España, preocupado por otorgar algún precedente que luego pueda ser planteado para la secesión de varias de sus comunidades, entre ellas Cataluña y el País Vasco.Así y todo, sería extraño que Bruselas fuese en contra de la clara y democrática voluntad expresada por los votantes escoceses.
La hipotética partida de Escocia también repercutiría en la política partidista del remanente del Reino Unido. En lo inmediato, alteraría el equilibrio político al interior del parlamento británico a niveles que obligarían a llevar a cabo una reforma significativa.
Y en lo relativo al equilibrio de fuerzas el remezón puede ser aún mayor: el electorado escocés elige hoy a 59 de los 650 parlamentarios que componen la Cámara de los Comunes, escaños que desaparecerían si el país logra la independencia. La supresión de estos escaños no pega a todos los partidos por igual ya que Escocia es un electorado decididamente laborista y, en muy menor medida, liberal demócrata.
Los conservadores están reducidos a la mínima expresión con sólo un parlamentario electo al norte de la frontera. Por el contrario, proyecciones realizadas sobre el electorado inglés indican que éste continuará siendo mayoritariamente conservador –incluso algo nacionalista y anti europeo si tomamos nota del crecimiento del polémico UKIP, el partido que prepara su abordaje a Westminster en las elecciones del año 2015-, por lo que la independencia de Escocia sería un golpe bajo la línea de flotación para sus tradicionales rivales laboristas.
A pesar que la matemática electoral podría ser favorable a su partido, el primer ministro David Cameron está decididamente a favor de la continuación de la Unión.“De corazón queremos que se queden” es su frase más común cuando se ha referido al tema y el “Mejor juntos” es el lema principal de la campaña del “No”.
Mal que mal el costo político para el gobierno que pierda el 32% de su territorio y cerca del 10% de su economía puede llegar a ser demasiado alto para soportarlo sin asumir una derrota en las próximas elecciones. Ni hablar del lugar que guardaría en la historia.