Veintinueve años, soportado el peso de su conciencia, que cada día que pasaba era más insoportable, hasta tal punto que el ex conscripto Fernando Guzmán, decide romper el “pacto de silencio” y decir lo que tenía que decir.
Tanto tiempo pasó, para que la otra parte de la verdad oculta, se supiera. No se podía vivir o morir así, para que el secreto obligado, quedara encerrado en los cuarteles de adiestramiento.
El remordimiento lo hizo hablar nuevamente porque cuando contó su horrorosa versión de los trágicos hechos, no lo escucharon, la sentencia ya estaba dictada, el resto era remover la obscuridad.
Rodrigo Rojas, muere quemado y su compañera Carmen Gloria Quintana, conoce el infierno en carne propia. Su cuerpo calcinado por el fuego era el único mudo testigo.
Ella fue milagrosamente salvada, después de que fueron arrojados a una acequia, aún con vida, para que fallecieran lejos del fatal sitio de los crueles hechos, marcando con sangre las páginas negras de nuestra historia.
Ya nadie se quiere acordar lo pasado un 2 de julio de 1986. Hay que esconder la maldad humana, el mayor tiempo posible, para no enfrentar la justicia, esa justicia esquiva, que solo la reclaman, los padres de las víctimas para intentar morir en paz.
Han transcurridos casi tres décadas, de llantos, amarguras y frustraciones, pero al fin, una luz divina, se abre como una caja de pandora, donde la confesión es el descanso del alma, de la esperanza casi perdida.
La memoria vuelve a reclamar su lógico lugar. Entonces aquellos ciegos, sordos y mudos, hoy envueltos en la investidura protectora del poder se atreven a pedir perdón en nombre de los sin nombres.
Los mismos que no fueron capaz de hacer nada, con muchos de los que aun gritan, en tumbas desconocidas, los anónimos luchadores del ideal perdido, hundidos en el fango de las mentiras y el olvido cómplice.
El dictador enceguecido por el poder absoluto, no soporta que germine la semilla de la libertad, aquella que llevamos incrustada en el corazón de nuestro ser, de otra forma no seriamos personas, si no animales salvajes.
La orden es tirar a matar, hacer desaparecer, doblegar atemorizar, saben que el terror, es la única arma letal que poseen.
Entonces si no se disciplinan con los “quemados” se utilizaran nuevos escarmientos. Son los poseedores de las armas y están amparados por la impunidad. La represión militar se hace cada día más cruenta. La locura llega a su máxima expresión de brutalidad. Nadie está a salvo, sobre todo si es joven, la juventud siempre es un peligro latente para las dictaduras.
Ahora le toca el turno a otro insurgente, ese que con la palabra, mueve montañas, que en vez de la metralla, cuelga una cruz en su pecho con la imagen de Cristo, para convencer sin vencer a nadie.
El grito de unidad universitaria nace de la voz inocente del líder carismático, que predispone a todos los dirigentes, a un propósito único, terminar con la opresión del hermano contra el hermano.
Una dura misión auto impuesta, difícil de concretar, pero no imposible. La decisión estaba tomada, había que terminar con la vergüenza de ser esclavo, en su propio país.
No quería seguir viendo ni viviendo, como sus compañeros, eran detenidos, encarcelados, ferozmente torturados o desaparecidos, sin dejar rastro alguno. Era el momento de enfrentarse con la verdad, para construir el futuro en libertad, con todos y para todos.
El acuerdo de un paro nacional, fue el principio del fin, los esbirros de la CNI, lo seguían día y noche, hasta que la mano de hierro lo hizo desaparecer, causando conmoción y mucho dolor en los círculos estudiantiles.
Mario Martínez Rodríguez, el dirigente universitario de la Usach, es raptado y arrojado al mar, en las playas de Santo Domingo, cuna de la Dina, el 6 de agosto de 1986, a un mes después de la carnicería de los valientes soldados de la patria.
Lo peor se supo después, el resto es parte de la historia conocida.