05 ago 2015

Margot Loyola, o el canto de la chilenidad profunda

Había terminado yo de destruir la guitarra de palo con una versión villa-franciera (de la Villa Francia sabrosa en plena dictadura) del clásico ochentero-rockero de Los Prisioneros, “Paramar”. Hubo un silencio sostenido. Recuerdo perfectamente la expresión de Margot Loyola, esa sonrisa suya que te llenaba de confianza, tan necesaria en las palpitaciones inseguras de 15 años mozos, rompiendo la garganta y las cuerdas con el rock contestatario de los ochenta frente a la más grande investigadora y recopiladora de las expresiones folclóricas profundas de la historia de Chile, que me miraba con ojos dulces frente al último grito compungido “¡yo no sirvo, paramaaaar!” de mi voz de población media callampa.

Imaginarse la escena y este guitarrista imberbe, con técnica deplorable en la guitarra, tocando a un solo dedo de la mano derecha, por lo menos dos años antes de las clases que vendrían de guitarra clásica y que mejorarían con el tiempo en algo ese descalabro inicial.

El silencio fue amoroso en sus ojos, golpeó sus muslos con sus manos en un gesto característico de ella, sobre su vestido florido, y dijo, mirando al Inspector Villalobos que me había traído directamente de mi liceo: “Bueno, eso es lo que la juventud escucha, esto es lo que lo influye a él, ¿no?, lo que se escucha en la radio”, le dijo observándolo con ojos graves.

Luego me miró a mí con ojos muy serios. Yo, temblé. “Mijito”, me dijo dibujando inmediatamente una sonrisa de sus labios rojos de rouge como siempre los usaba, “mmmh, hay que trabajar esa guitarra, ver el tema del canto, pero usted tiene algo especial en sus ojos, una fuerza”. Me miró en silencio, segundos eternos, directamente de mirada a mirada.“Mijito, ¿usted me aceptaría como su maestra?”, dijo tras un respiro. Yo, con una ignorancia absolutamente criminal, le dije tras varios segundos de duda, un “sííí…” a medias, medio ahogado, no muy convencido, adolescentemente lanzado al aire sin punto de retorno. Golpeó sus muslos nuevamente. “Ya, lo espero los sábados en las mañanas entonces para que trabajemos, Mijo”.

Ese fue el inicio de una de las experiencias más significativas de mi vida artística. Todo comenzó con el deseo politizado en torno al Plebiscito del 88 contra Pinochet, que desde los barrios marginales de la Villa Francia se vivió con olor a pólvora y neumáticos quemados. Agarré la guitarra como quien agarra un salvavidas y un arma de denuncia contra el mundo.

Lo primero fue el rock ochentero argentino y chileno, o en lenguas extrañas que traía la radio, la fuente gratis de música de los jóvenes pobres de esa época, para luego pasar en el dial a descubrir una tarde de ensueño a la maravillosa Radio Umbral, el espacio de rescate de la trova, de Silvio, de Víctor Jara, de Violeta.  Las zampoñas fueron una fuente de energía en el alma, que me marcaron como un bólido directo a los puños. Pronto estaba en el Liceo rayando mi pupitre con dibujos de charangos y quenas, y con la guitarra piñufla para arriba y para abajo.

El Inspector Villalobos, serio y disciplinado, me veía en el patio cantándole a gritos a la vida, cuando se me acerca un día. “Zamorano”, me dice serio, “¿ha escuchado a Víctor Jara?”. “No Inspector, ¿quién es?”, le digo. “Tome esto, escúchelo”, me dice marcial. Eran épocas difíciles aún.

Una vez otro inspector del Liceo nos dejó tres horas encerrados en la sala, para que el que había robado un reloj de un compañero se entregara, amenazándonos con que traería a agentes de la CNI, la policía política y represora de Pinochet. ¡A unos niños de 13 ó 15 años! Que el Inspector Villalobos me pasara un casete pirata de Víctor Jara era todo un riesgo latente en esos días.

Víctor cambió mi vida. A los pocos días, ya sabiendo el efecto notorio en mi guitarra de los recreos y el cambio de repertorio hacia la trova sagrada, se me acerca nuevamente el Inspector Villalobos y me dice que si quiero participar en un grupo folclórico que quiere armar rápido, que quieren inaugurar el semáforo de la esquina, que vendrá el alcalde de Estación Central, las autoridades policiales, el presidente de la Junta de Vecinos, y que la idea es que estudiantes hagan un esquinazo, que toquen tres cuecas con pareja de bailarines para representar el baile nacional.

Tras la actuación en plena calle para autoridades con olor a dictadura, la tercera etapa de la intervención del Inspector Villalobos en la vida de Zamorano fue pronta. “Zamorano, dígale a su mamá que el Inspector Villalobos le pide permiso para llevarlo a una audición con la maestra Margot Loyola”. Ya en el corazón de la Villa Francia le cuento a mi madre como de pasada.

Silencio cortante de ella. “¡¿Quéee?!” me dice exagerada. “¡¿Margot Loyola?! Pato, ella es una mujer muy importante, como la Violeta Parra. Mi mamá cantaba tonadas de ella, con guitarra, en esa época eran las hermanas Loyola. ¡Claro, vaya! ¡Qué honor!¿Para cuándo lo citan…”. Con guitarra prestada, nos fuimos con el Inspector Villalobos a la casa de Ezequiel Fernández, cerca del Estadio Nacional en Ñuñoa. La maestra vivía en un condominio de un nivel, pequeñito, con reja externa, en una de las casas del medio. Un silencio fresco se respiraba, una paz que escapaba a cada segundo del ruido de una ciudad aún sitiada por la dictadura. “Hola, maestra”, dice Villalobos”. “Acá le traigo al joven del que le conté”. Los ojos grandes de Margot y su sonrisa fueron la primera bienvenida.

La maestra y su bondad

Margot no te hablaba, te abrazaba con su voz y sus atenciones. Muchos momentos especiales guardo en mi corazón de los años en que fui su alumno. Su forma de enseñar rememora todas las historias que han transcendido del pasado sobre genios y sabios que, en la relación con el alumno humilde que solo puede ofrecer su ignorancia en la transferencia de conocimiento desde el maestro, eleva el acto de enseñar a un nivel de bondad inconmensurable. Así era Margot.

Recuerdo las horas interminables en que con una paciencia infinita fue enseñándome paso a paso los fundamentos, primero, de la guitarra centrina, la guitarra de cuecas y tonadas típicas de la zona central de Chile. Recuerdo las instrucciones que me daba al atacar el chasquido y el rasgueo típico de la cueca, con una proyección del peso de todo el brazo. Horas y horas corrigiéndome con precisión el ángulo del brazo, la “sensación” del ataque contra las cuerdas desde la base de la mano. Pero era más que eso. Cuando la parte técnica ya estaba lo mínimamente lograda, pasamos al verdadero “yo” de su escuela: el hombre, la mujer, el ser del pueblo cercano a la tierra, más allá de la acción civilizadora y castradora de la urbe, que a ella le había conmovido desde siempre. Cuando pasamos a esa etapa, vino una transformación extraordinaria, difícil de describir.

Margot explicaba primero un completo perfil del cantor o cultor que le había traspasado esa canción que estaba ella, a su vez, transmitiendo a otros. Le relataba a uno quien era el artista popular, su trabajo, su cuerpo, su ánimo a la hora sagrada del ritual de ese artista natural de su entorno, en el momento en que procedía a interpretar enfrente de Margot. Ella usaba la misma palabra con nosotros, sus alumnos, “hay que interpretar, mijito”, decía. Se refería a compenetrarse en los anhelos, sufrimientos y alegrías del cantor original, que el canto y la guitarra fueran una extensión de la persona real tras esa expresión artística. “No imitar”, aclaraba, “pero debe respetar el tiempo y el entorno, el hombre y su lugar, cuando presente estas piezas al público”.

Su método era muy profundo. “Mire mijito”, decía. “Imagínese a don Jacinto, trabajando 10 horas sacando choclo del maizal. Llega cansado, sudoroso, todo agarrotado, y agarra la guitarra en la tarde, después de un día laborioso de trabajo, con la voz cansada del griterío de la labor del campo. Así hay que interpretar esta cueca cerruca”, nos decía.

Antes de cantar, cerraba los ojos. Dejaba un silencio, y encarnaba en unos segundos en el cantor o cantora que le habían cedido tal o cual canción. Cada verso, cuidado. Cada fraseo, significativo. Verla interpretar esas canciones recopiladas a punta de poncho y guitarra por los campos de Chile era una experiencia inigualable, única en su capacidad de personificar las cientos de almas que habitaban en ella.

De igual a igual

Margot era de una humildad que conmovía incluso a los adolescentes como yo, no acostumbrados a gestos magnánimos de ese estilo. Recuerdo que me dijo muchas veces, a solas o con más músicos de su grupo Palomar al que luego pertenecí, “Yo, mijitos, no sé más que ustedes porque sea mejor que ustedes. Sé más simplemente de estas cosas solo porque soy más vieja”. Decía eso a menudo en medio de las sesiones de enseñanza, como justificándose de su posición de superioridad mientras estudiábamos algo particularmente difícil en que no era fácil rescatar la esencia que ella había captado desde el informante original.

Esa lección de humildad me ha conmovido profundamente. Al lado de ella, con su grandiosa obra de tantas décadas, a años luz de cualquiera de sus alumnos, el hecho de que se ubicara a sí misma en una posición de igual a igual con sus pupilos, la hacía incluso más grande ante todos quienes la estimábamos profundamente.

Margot tenía una pasión enorme por el escenario, un respeto por la puesta en escena enorme, incluso por sobre su propia comodidad. Compartí innumerables momentos tras bambalinas, antes de que ella saliera a hacer alguna pieza o baile. A veces, tenía dolores muy fuertes en sus piernas. Nos mostraba la hinchazón de sus tobillos, que la atosigaban a menudo. Nos comentaba las órdenes de sus médicos, sobre la inconveniencia de bailar o permanecer parada mucho tiempo. Luego, en breves momentos ya estaba en el escenario, donde sin que el público supiera, olvidaba por momentos el dolor y bailaba los pies de cueca más exquisitos que nadie ha bailado jamás, con la tremenda picardía o elegancia dependiendo del estilo de la canción. Miles de personas han visto a Margot Loyola bailando la cueca chilena en vivo o en televisión, con un estilo inconfundible y bellísimo. Todo, superando el dolor que pasaba a segundo plano cuando se trataba de bailar la cueca chilena.

Una muestra de la paciencia de la gran folclorista ante un niño aprendiz y su sentido del humor. No recuerdo si estábamos en bambalinas del Teatro de la Universidad Católica de Valparaíso o del Teatro Municipal de Viña del Mar. Con ella y con Palomar viajábamos a menudo al puerto chileno, a actuar para muchas organizaciones. Estar en torno a ella era constante aprendizaje, siempre relacionando lo practicado con otros cantores y cantoras de su repertorio de recopilaciones, o descubriendo conexiones interesantes donde antes no había sino vacío.

Recuerdo que contó una vez cómo en una de las giras que había realizado a Europa oriental iba descubriendo señales en la forma del canto o de la música, de los acordeones o guitarras, que conectaban a esos campesinos europeos con los de la zona central de Chile o Chiloé. Unas conexiones arquetípicas de pueblos a pueblos de la humanidad toda que nunca dejaron de sorprenderla.

Tras el escenario, una lección nueva. Yo, de 15 años, impúber de la ciencia profunda del folclore chileno. En medio de la conversación, me instruyen sobre algunas “tonadas de coleo”. Yo, esperando el momento de la pausa, pregunto. “¿Y aónde está Coleo?” La risa fue general, uno de los cantores del grupo se paró de cabeza en una de las sillas y dejó las piernas vibrando en el aire tres veces. Otros casi se cayeron al tablado de la risa. Las tonadas de coleo corresponden a las que van repitiendo la última frase de la estrofa anterior. No existe la zona, pueblo, continente o barriada llamada “Coleo”. La maestra también se desencajó de la risa, y me gané el apodo de “Pato Coleo”, con justicia, como por seis meses de bambalinas.

Pionera pascuense

Tengo un recuerdo especial cuando me enseñó a tocar el ukelele, al estilo pascuense. Me contó absolutamente toda la historia de cómo había llegado al punto de sentirse con el derecho a reproducir en escenario todo lo aprendido del pueblo de Isla de Pascua. Margot fue sin dudas la pionera más importante en rescatar todo el legado pascuense para el público continental de Chile.

Ella era extremadamente consciente de los sinsabores que significaba para la isla la interacción con el Chile continental, con su falta de respeto a veces por la autonomía cultural de Isla de Pascua, la falta de recursos, la discriminación. Ella era tan seria en sus esfuerzos de investigación, que financió de su propio bolsillo e invitó a un cultor pascuense a Santiago por varios meses, para asegurarse de entender los vericuetos de todo lo que estaba recopilando.

No cantó una sílaba en pascuense hasta que los viejos de la isla estuvieron conformes con su acento y la pureza y corrección de las letras. En ese sentido, la investigación de Margot de Isla de Pascua es de un valor antropológico invaluable, pues se contactó con una generación de viejos pascuenses que transmitieron a través del trabajo de Margot las canciones ancestrales (muchas a capela, sin el ukele moderno) de toda una generación que ya no existe. El conjunto Palomares sin duda uno de los grupos que mejor rescata en escenario todo el legado ancestral de la música y bailes de Isla de Pascua. Pocos saben que el SauSau y el Tamuré son canciones que existen ampliamente en el ideario chileno gracias a ella.

Recuerdo cuando nos contó cómo recopiló la historia de un tocador de la piedra-tambor que consistía en un hoyo enorme, donde se metía el pascuense-cultor a saltar en una roca ubicada al fondo. Margot se paró de su asiento, e imitó la voz de quien le transmitió el ritual, con una voz cavernosa que nos hizo reír hasta el tuétano. “¡Margó, se paraba el humbre, y zapateaba la pieira! ¡Y sonaba bum, bum bum!”, y Margot hacía el “bum bumbum” con sus mejillas hinchadas de aire, los brazos abanicados en una gran curva hacia los costados, con las rodillas flexionadas, gritando con voz profunda, “bum bumbum”. Un sentido del humor que aún me hace reír escribiendo estas líneas.

El ukelele me lo enseñó con mucha paciencia, prestándome su propio instrumento. En guitarra hacía los ritmos de Isla de Pascua de forma excelente, y me transmitió el peso de la mano, la posición de los dedos, y la cadencia directamente de lo que ella aprendió con tanto cariño en su amada isla. Era muy detallista en todas sus lecciones, para asegurar la mantención de forma y estilo.

Pronto comencé a ampliar mi propia búsqueda de instrumentos, estimulado por Margot Loyola. Luego vino la quena, la zampoña, el charango, el tiple. La maestra Margot me dio una base sólida de músico, y me abrió el alma a una búsqueda constante de nuevos instrumentos que siempre me ha acompañado.

La misma aproximación de extremo respeto por la fuente y su ritual ancestral la tuvo Margot con la cultura mapuche. Recuerdo haberle escuchado muchas veces explicar, cuando practicaba frente a nosotros algunos de los cantos de Machi que heredó de ellas mismas (a las que amaba profundamente), que no ejerció esas piezas en escenario sino hasta que las artistas y curanderas originales estuvieron conformes con su mapudungun.

Margot nunca cantó nada que no contara con la venia de las Machis que le enseñaron. La fuerza sanadora y de otras fuerzas invocadas en los Machitún y otras ceremonias de los Mapuche eran extremadamente importantes para Margot, y ella tocaba su propio Kultrún, también ritualizado por sus comadres mapuches, con sus símbolos misteriosos en su interior.

No puedo describir, y lo guardaré en el fondo de mi corazón hasta el final de mis días, la vibración que sentía en el cuerpo cuando Margot practicaba esos cantos milenarios, muchos de sanación y expulsión de malos espíritus, en su casa o en la sala de ensayo frente a los privilegiados alumnos que la rodeábamos en ese momento. Es sin duda uno de los hechos artísticos y ancestrales más conmovedores que me ha tocado presenciar como artista.

Su comadre Violeta

Una vez nos contó el proceso dramático por el que pasó en el momento en que falleció Violeta Parra. La llamaba su “comadre”, que en Chile es una palabra de mucha profundidad en la unión entre mujeres amigas, en este caso, las mujeres más fundamentales de la historia artística de Chile junto a Gabriela Mistral. Recuerdo que bajó el tono de voz, y una sombra de pena asomó en su rostro. Esto es significativo, pues no recuerdo ningún momento de negatividad que aflorara de los labios de Margot. Nos contó que estaba recopilando en el norte de Chile, en algún lugar en medio de la pampa. Y se encontró con Violeta en sueños esa noche fatal. Venía a verla la comadre. A la siguiente mañana se enteró de su suicidio. Margot está convencida de que la propia Violeta vino a despedirse de ella en sueños…

Déjenme describir como era su casa en la época en que me tocó ser su alumno. Primero, era el silencio y la paz que se respiraba, pese a encontrarse en una zona semi-residencial y comercial de Santiago, como es Ñuñoa, cerca del Estadio Nacional. Era pequeña, aunque llena de vericuetos. Tenía una colección bellísima de arte indígena de Chile y del mundo en sus muros.

Recuerdo esculturas de madera, pinturas, objetos de plumas, arpilleras. Muchos libros. Muchas guitarras, muchos instrumentos. Ella era generosísima con sus guitarras. Nunca tuvo problema en compartir todas sus guitarras conmigo y los otros músicos. Una especialmente era bellísima, liviana como una pluma, olorosa a madera española, con textura de corcho, media rojiza, de una sonoridad bellísima. La fineza de ese instrumento no impedía que la confiara a sus alumnos.

También tenía una jaulita con canarios de colores, a los que les hablaba con mucho cariño. Sus canticos era lo único que rompía la paz de su casa. Y por supuesto la música. Tenía un piano vertical, donde a veces nos tocaba canciones de salón o de medio pelo, como se llaman a las tonadas de época colonial de los viejos salones de tertulia de un Santiago del siglo XIX.

Pocos saben que Margot era una excelente pianista. Recuerdo que una vez me llevó a la casa de don Nano Núñez, avezado pianista y cultor de la cueca chora, ya fallecido. Nos presentó, y pasamos una tarde bellísima escuchando su estilo de cueca al piano, y sus clases de técnica de acompañamiento con dos cucharas de la cueca urbana que él cultivó por décadas.

Margot atendía al visitante con té, típico de Chile, y panecillos, en tiestos de greda y de madera. Toda su casa era una muestra vibrante de colores y fibras de la tierra, con ponchos mapuches y aymaras como manteles. Estoy seguro que todos los materiales naturales de los que se rodeaba le ayudaban a mantenerse conectada con su querido campo y sus cantores.

Despedida

Querida Margot, querida maestra, la pena me carcome en estos momentos. Me enteré en tierras lejanas de tu fallecimiento físico, en una carretera a oscuras entre New York, New Jersey y Maryland. Brindé por ti con un par de lágrimas de agradecimiento, a la vera del camino, por haber aceptado a ese joven marginal que salió de la Villa Francia, tan pobre y tan precario para llegar al living de tu casa tan bella, con tu lección de humildad y modestia que nos dejaba tan desnudos a todos nosotros con nuestra pequeñez e ignorancia.

Maestra Margot, se me va el alma en darte las gracias por tu mano generosa, tu solidaridad de compañera comprometida con la vida y el arte de tus humildes alumnos. Margot, sin saberlo (¿o lo sabías?) te convertiste en una pieza fundamental del engranaje que me salvó de la infamia de la pobreza. Después vendría la universidad, Chile y el mundo, y sin tu apoyo de maestra, mi vida hubiera sido, sin duda, un poco más difícil.

Maestra, me prestaste tu guitarra cuando yo no tenía ni donde caerme muerto, compartiste tu mesa, tu mundo con ese joven que poco a poco fue llenándose de tu generosidad tan ancha como los prados de tu Linares amado. La fortaleza cuequera que le diste a mi brazo me ha acompañado desde siempre, querida Maestra Margot Loyola, como músico, como padre, como académico, como trovador. Gracias por tu apoyo, simple y desinteresado, inspirador y generoso, como tus propios maestros: los humildes campesinos e indígenas de Chile.

¡Margot Loyola, cantora de la chilenidad profunda! ¡Hasta siempre, maestra adorada!

Patricio Zamorano es periodista, académico y trovador residente en Estados Unidos. Fue alumno de Margot Loyola y miembro de su grupo musical Palomar, y posteriormente miembro del Conjunto Cuncumén, también fundado tras talleres de sus integrantes originales con Margot Loyola. Miembro de la Sociedad del Derecho de Autor, SCD.

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